DIE GLIENICKER BRÜCKE
Por HERMANN TERTSCHABC Martes, 26.04.16
MONTECASSINO
Cabe esperar que en este desolador panorama de la confusión
los europeos sepan encontrar el retorno a la defensa de la verdad y la ley,
único dique frente a la barbarie
STEVEN
Spielberg ha estrenado hace poco una película llamada «El puente de los
espías», con una trama de espías de la Guerra Fría. Y su título es una
referencia al puente Glienicker que cruza el río Havel y une la ciudad de
Potsdam con la gran isla del parque y el palacio Glienicker, no lejos del
Palacio de Cecilienhof en Potsdam, donde se celebró la Conferencia de los tres
aliados vencedores en 1945, Stalin, Churchill y Truman tomando posesión del mar
de escombros que era Alemania. Siempre me emocionaron los escenarios del drama.
He sentido desde joven la historia europea del siglo XX como algo parecido a
una patria sentimental. El efervescente principio del siglo cultural que
siempre me lleva a Viena, la gran guerra, el hundimiento del viejo orden y los imperios,
el surgimiento de comunismo, nazismo y fascismo como ideologías redentoras, la
segunda guerra, los abismos del mal del Holocausto, las democracias, sus
triunfos, las tiranías y la guerra fría son parte del mundo que he vivido
siempre con emoción desde el después. Suele decirse que el XX fue un siglo
breve de tres cuartos o 75 años. Que comenzó el día de san Vito, 28 de junio de
1914, en Sarajevo y culminó el 9 de noviembre de 1989, caída del Muro de
Berlín. Por lo que fui inmensamente afortunado entonces –y feliz ahora que lo
evoco– de poder presenciar sobre el terreno de la Europa cautiva los estertores
de la Guerra Fría en la década de los ochenta. Que comenzó con el fin de la
resignación y la pujanza de la fe y la libertad en Polonia. E hizo que pronto
cayera como un castillo de naipes todo el imperio soviético conquistado por el
Ejército Rojo en 1945.
En aquella década que viví entre Viena, Bonn y Varsovia
recorrí sin parar la región epicentro de la inmensa tragedia. En todos estaba
la historia a flor de piel. No había cotidianidad vital que lograra distraer.
Ni prosperidad que evitara recordarla. Fui testigo de los últimos capítulos de
aquella larga historia de la Europa en llamas, horror, escombros, humos
humanos, terror y tiranía. 1914-1989. Tocaba a su fin ya casi la Guerra Fría
cuando aquel helador 11 de febrero de 1986 pude asistir en el Glienicker Brücke
al último gran canje de prisioneros de la Guerra Fría. Había entre los
liberados por EE.UU., además de espías menores, uno de peso, Karel Koecher, un
agente checoslovaco del STB que, con una lograda leyenda de supuesto perseguido
y exiliado en 1965 a EE.UU., penetró las entrañas de la CIA. La URSS liberaba a
unos espías, pero sobre todo a un hombre, Nathan Sharanski, que ya era un héroe
para el mundo libre. Ahí estaba expuesta la superioridad de la idea vencedora,
la verdad, el sacrificio y la resistencia a la mentira de Sharanski frente al
engaño del soldado de la tiranía que era Koecher. Allí estaba el abismo moral
entre las dos fuerzas que se enfrentaban en el Telón de Acero. Treinta años se
han cumplido ahora y el prestigio de la democracia se ha marchitado a una
velocidad que asusta. La mentira es ahora el arma llamada corrección política
en manos de unos demócratas paralizados que no se atreven a decir verdades. El
continente que entonces se fundía está a punto de saltar hecho añicos, por
falta de valor y verdad de los gobiernos ante sus pueblos. La cobardía y la
mentira hacen resurgir y nutren los viejos proyectos totalitarios y los
resentimientos y las debilidades y la amenaza exterior. Solo cabe esperar que
en este desolador panorama de la confusión los europeos sepan encontrar el
retorno a la defensa de la verdad y la ley, único dique frente a la barbarie.
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