LA ACTITUD COMO BRÚJULA
Por HERMANN
TERTSCH
ABC Martes, 21.02.17
Podríamos enfrentarnos a una gran tempestad como la que
hundió aquel «mundo de ayer» de 1914-18
«No creo que sea muy aventurado decir que ahí se nos
presenta la actitud (Haltung), en la que se manifiesta la soledad esencial de
la persona». Así le decía Walter Benjamin a Theodor Adorno en una carta de mayo
de 1940, sin saber que sería de las últimas que escribiría antes de morir meses
después en Port Bou. La actitud ante la historia, ante el todo y ante la nada,
como manifestación o como emoción íntima, fue objeto de intenso debate entre
los intelectuales que vivieron, la mayoría en algún momento como soldados, la
Primera Guerra Mundial. Es La Actitud como imperativo moral, como máxima
exigencia íntima a uno mismo, más allá o más acá de los compromisos sociales,
políticos y religiosos. Como valor definitorio de la persona tras la colosal
carnicería de la Gran Guerra. Marcaría el debate intelectual en Mitteleuropa
hasta que fue devorada por el nacionalsocialismo. Este, como el bolchevismo,
era producto de la necesidad de redención colectiva cuando las jóvenes
generaciones dieron a Dios por muerto en las trincheras. La actitud era una
apelación íntima a la redención individual. Actitud, Haltung, al final como la
esencia, la inspiración divina en el humano. La que fuera. El poeta Georg Trakl
y tantos se suicidaban mientras otros como Karl Kraus se transformaban en
volcanes de la ira creativa para lo que parecían los últimos días de la
humanidad. Unos proclamaban su activismo, otros su entrega. Vino la celebración
de la vida y llegó el más espantoso culto a la muerte sin tumba. Todos
arrastraban el encadenamiento biográfico con la historia. Los mejores añadían
una voluntad de conciencia en aquella gran pira de la civilización que fue la
primera mitad del siglo XX. Más allá de los hechos, un acto permanente de
honor, de verdad, convertido en sello de calidad de la conciencia.
Hace ya mucho que en las sociedades occidentales se
disiparon las últimas certezas y con ellas el debate mismo sobre la relación
del individuo con la historia. Como la mayoría de individuos se entienden ya
como animales que solo se diferencian del mono beduino en las horas de
aprendizaje, resulta absurdo hablar de lazos con la historia. Los compromisos
habituales del individuo con su entorno ahora son el pragmático del asalariado
o campesino contratado de arcabucero en Flandes o el ideológico de todas las
grotescas religiones sustitutorias y sus corrientes fanáticas y sentimentales.
Sin embargo, hay señales de que nos enfrentamos a una gran tempestad comparable
a la que llevó al hundimiento del «mundo de ayer» de 1914-18. Cien años
después, todas las cartas parecen volver a barajarse y lo que parecían
realidades inmutables muestran una fragilidad que produce vértigo. Hay zozobra
e indecisión. La democracia que nadie había puesto en duda como la mejor forma
de gobierno imaginable en los pasados setenta años es cuestionada en su
funcionamiento y eficacia para afrontar los problemas actuales. Los llamados
expertos y las elites globales se alzan contra mayorías a las que desprecian y
estas cuestionan por primera vez autoridad y potestad de aquellos. Como tras la
Gran Guerra, pronto podríamos estar sin anclajes al mundo político del pasado.
Quienes no han asumido la lógica de su existencia como insecto casual, ni se
entienden como juguete resignado y carne de urna, quizás encuentre ese anclaje
íntimo del hombre en soledad de la actitud para afrontar el cataclismo al que
podríamos estar abocados. Por pura voluntad de entender y compartir con
semejantes en la vertiginosa transformación. Cierto, para ello habría que
recuperar conceptos como el honor y la verdad. Será difícil, pero da la
impresión de que puede ser la única brújula en una tormenta de violencia
desconocida.
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