EL PRESIDENTE BIENQUEDA
Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes, 23.01.15
Obama tiene, como Zapatero, ese funesto hábito de creerse
muy seriamente su pretendida superioridad moral e intelectual
NO es cierto que Barack Obama sea el José Luis Rodríguez
Zapatero negro de EE.UU. Obama no ha trabajado contra la integridad de los
Estados Unidos, ni contra su Constitución, ni contra sus instituciones. Ni
siquiera hizo pactos de conveniencia mutua con Bin Laden. Él no ha cruzado
todas esas líneas rojas que, en cualquier estado normal, por ejemplo EE.UU.,
llevan cuando no al banquillo por alta traición, sí al ostracismo perpetuo,
vergüenza y oprobio. Pero lo que sí es cierto es que Obama recuerda mucho al Atila
de León por su capacidad de generar enfrentamiento y su tendencia a gustar de
la discordia. También Obama tiene, como Zapatero, ese funesto hábito del
izquierdista superficial semiculto de creerse muy seriamente su pretendida
superioridad moral e intelectual. Y creer que desde ella, desde la soberbia,
aun mejora si ningunea los intereses y temores de los sectores de la sociedad
que considera no afines. Y que, precisamente por no serle afines, él, tan bueno
y sofisticado, desprecia tanto. Igual que Zapatero, está convencido de que sus
compatriotas oponentes merecen menos que sus propias gentes. Así, es difícil
recordar una sociedad norteamericana más polarizada que la actual.
El discurso sobre el estado de la Nación que pronunció el
lunes fue un nuevo alarde de este presidente en su arte de desmentir todas sus
buenas palabras según las pronuncia. Querer quedar bien a costa de sacrificar
toda posible eficacia puede ser fruto de la falta de ganas, la falta de ideas o
de pura hipocresía. Los políticos que reafirman permanentemente sus buenas
intenciones son una plaga cansina y necia. Los gobernantes que lo hacen son un
peligro. Porque acusan implícitamente al discrepante de tener intenciones
malas. Que Obama presente a las dos cámaras, ambas con mayoría republicana
después del devastador resultado de su Partido Demócrata en las pasadas
elecciones, un programa de redistribución publicitado desde el estrado a lo
Robin Hood, solo puede significar que el presidente no tiene interés en acuerdo
alguno. Y sus palabras son un brindis al sol para quedar bien ante los suyos.
Los republicanos, una inmensa mayoría de aquella audiencia, no aplaudió al
presidente más que cuando recordó que él ya no tiene elecciones a las que
presentarse. Y su fin político cercano por tanto.
Su discurso, combativo y de autobombo, tuvo su cumbre cuando
anunció que se «pasa página» después de quince años de crisis y guerra. Y
proclamó solemnemente que los EU.UU. entran en unos «tiempos nuevos» en los
que, gracias a él y si le hacen caso, dejará de haber pobres en cuanto pueda
quitarle algo a los muy ricos. Los «tiempos nuevos», «nuevo amanecer», «alba»,
«amanecer dorado» es terminología mesiánica en la que cae la izquierda y el
fascismo en cuanto se deja llevar por la poesía. Cuando Obama sabe que tendrá
que convivir hasta su jubilación con dos cámaras que solo aceptarían con él
pasos comunes previo acercamiento de posiciones, se nos pone poeta y les lanza
un guante a la cara a la mayoría para una política redistributiva que sabe muy
bien produce sarpullidos a ésta. Con más impuestos, más burocracia, más
intervencionismo, más gobierno central. Con canto igualitarista incluido, que
reafirma el garantizado rechazo. Así las cosas, Obama proclama que quiere
luchar cargado de buenas intenciones hasta dejar la Casa Blanca en enero de
2017. Pero sabe bien que las mayorías son tercas por lo que no podrá hacer nada
serio. Así, después de quedar muy bien, se puede ir Obama con la conciencia
tranquila a jugar al golf a Marthas Vineyard con sus amigos megamillonarios.
Que es, por cierto, donde le han sorprendido casi todas las crisis de EE.UU. en
pasados años.
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