CRÍMENES HUMANITARIOS
Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes,
27.04.18
La superioridad moral de la izquierda justifica cada vez más
la violación de las leyes
EN la Oficina Federal para Migración y Refugiados en la
ciudad alemana de Bremen ha estallado un escándalo colosal. La anterior jefa de
este departamento federal concedió al menos 2.000 certificados injustificados
de asilo político, permiso de residencia y cuantiosa ayuda social a otros
tantos inmigrantes indocumentados. Otorgó las documentaciones de forma
clandestina y sin controles ni otros trámites. El ministro del Interior, Horst
Seehofer, ha anunciado una comisión de investigación. No está claro que la
acusada recibiera contraprestaciones de mafias ni que exigiera dinero a los
beneficiados. Es más, parece probable que Ulrike B. actuara por
«humanitarismo». Surge así un nuevo caso de la plaga que lentamente abre
grietas en los cimientos de la sociedad occidental: el delito, el crimen con
fines humanitarios. Probos ciudadanos y leales funcionarios deciden delinquir
por una causa que ellos consideran buena y moralmente superior a las leyes de
su patria u otras. La superioridad moral justifica la violación de las leyes.
Siempre hubo funcionarios desleales por causas ideológicas. Pero nunca ha
habido tantos europeos como hoy que creyeran que sus buenas intenciones les
eximen de cumplir leyes.
El auge del humanitarismo es un complejo fenómeno cultural
de las sociedades desarrolladas modernas. Alimentado por un complejo de
culpabilidad histórica y mala conciencia por su mayor bienestar en un mundo
cuyas desgracias se comparten de forma permanente e inmediata. Dicho
humanitarismo favorece un sesgo ideológico que la izquierda ha convertido en un
instrumento de implacable y brutal eficacia en la lucha política. Con el
humanitarismo como baluarte y el sentimiento como suprema motivación mantiene
una permanente competencia entre individuos y grupos por demostrar mayor
compasión con tragedias ajenas, mayor empatía con grupos desfavorecidos, mayor
sensibilidad frente al dolor ajeno. Gran ejemplo es el primer ministro
canadiense Trudeau, que llora por los gais y por los delfines, por tribus
ignotas o por los niños bolivianos. Trudeau abrió sus fronteras a quienes
«huyeran» de Trump. Angela Merkel también permitió la entrada incontrolada a
muchos que no cumplían las condiciones, violando leyes alemanas y europeas. En
la crisis desde 2015, el único que cumplió la ley fue el húngaro Viktor Orban.
Le cayó encima toda la ira política y mediática. Todos aplaudieron a Merkel.
Hoy han olvidado a los refugiados y a esos alemanes, los más pobres, a los que
aquello cambió la vida drásticamente para mal.
Si los gobernantes violan las leyes para agitar los
sentimientos y demostrar ser mejores que otros, a nadie debe extrañar que surjan
por doquier los «robinhood» del mundo globalizado, héroes humanitarios
dispuestos a despreciar toda ley para «ayudar al débil». Servidores públicos y
ONG no se limitan a socorrer a náufragos sino se vuelcan al tráfico de
inmigrantes, periodistas actúan de agitadores en campos de refugiados. En
España hoy, por desgracia esa plaga se multiplica por una tradición de
tolerancia abusiva surgida del complejo antiautoritario tras la dictadura. Hoy
ya genera la sistemática exigencia de impunidad para toda transgresión, menos
las que imponga la propia hegemonía ideológica izquierdista. La extrema
izquierda y el separatismo hace mucho ya que públicamente rechazan e ignoran,
luego violan, todas las leyes que les importunen, como dijo abiertamente la hoy
alcaldesa de Barcelona. Como rechazan toda sentencia que no les guste hasta el
punto de la coacción sistemática y el linchamiento mediático de los jueces. La
permanente subversión de las leyes, con pretensiones humanitarias o
liberadoras, de los peores lastres de la agónica socialdemocracia, es una
inmensa amenaza para el Estado de Derecho y la libertad en Europa.
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