YEKATERIMBURGO, 17 DE JULIO
Por HERMANN TERTSCH
ABC Martes, 17.07.18
Los defensores de los peores genocidios se erigen en España
en autoridad moral
ESTA noche se han cumplido los cien años de la matanza de
Yekaterimburgo. En las primeras horas de la madrugada hizo un siglo exacto del
momento en que un grupo de bolcheviques despertaba en sus dormitorios de la
casa del comerciante Ipatiev al depuesto zar Nicolás II, a su mujer, la zarina
Alejandra, al heredero Alexei y a sus hermanas Olga, Tatiana, María y
Anastasia. Les ordenaron vestirse para ser trasladados y los condujeron a un
pequeño cuarto en el que Yakov Yurovski, el comandante, leyó la sentencia.
«Nikolái Aleksándrovich, en vista del hecho de que tus parientes continúan con
sus ataques a la Rusia Soviética, el Comité Ejecutivo de los Urales ha decidido
ejecutarte». Los guardias dispararon sin darles tiempo ni a santiguarse. Fue
una carnicería. Dos hijas seguían vivas pese a los disparos a quemarropa. Las
balas rebotaban en joyas cosidas a la ropa para portar un valor si llegaba el
ansiado rescate. Se usaron las bayonetas.
Cien años hace de aquella matanza que marcó definitivamente
la senda del terror y el crimen de la revolución bolchevique y el comunismo. Se
izó la bandera del exterminio como principal enseña de la ideología. Asesinado
el Zar con toda su familia, ya era fácil matar a cualquiera. Cien años y más de
cien millones de muertos ha causado esta ideología de la igualdad y la
redención terrenal. Y sigue sumando esa cuenta interminable hoy mismo con los
estudiantes que caen bajo las balas de los sicarios de Daniel Ortega en
Nicaragua o Nicolás Maduro en Venezuela. En el magnífico libro de Federico
Jiménez Losantos, «Memoria del comunismo; de Lenin a Podemos» tiene el lector
español hoy un amplio y documentado recorrido de este siglo de brutalidad
total. En español no había obra tan ambiciosa sobre el comunismo. Los libros
imprescindibles para entender la mayor ideología criminal jamás habida como el
«Archipiélago Gulag» de Alexander Soljenitsin o «El cero y el infinito» de
Arthur Koestler o tantos otros son poco conocidos y menos leídos, porque la
hegemonía cultural izquierdista evita que la verdad sobre los comunistas se
abra paso.
En España es especialmente grotesco esa falta de alerta ante
el comunismo. Que no sufren, por supuesto, los europeos orientales. Hace veinte
años, el gran Vaclav Havel quiso acabar con esa absurda diferencia de trato
entre nazismo y comunismo. La Declaración de Praga que firmaron relevantes
intelectuales y políticos exigía la equiparación de las dos ideologías
criminales. La socialdemocracia europea neutralizó aquella justa iniciativa.
Esa perversión tiene hoy en España efectos obscenos: dirigentes comunistas
ofician de autoridad moral en casi la totalidad de los medios. Son políticos
que aplauden a los verdugos de Ekaterimburgo. También a sus émulos en España.
Cargos oficiales homenajean, por el hecho de ser comunistas, a asesinos y
torturadores fusilados cuando perdieron la guerra. Gobiernan en ciudades y regiones,
son socios del Gobierno de España y justifican cien millones de asesinatos de
inocentes. Imaginen a un gobernante justificando Auschwitz. Desaparecería en
minutos de cargo y vida pública. Pues en España gobierna gente que justifica
exterminios veinte veces mayores. Son los comunistas y sus compañeros de viaje.
Su sueño del mundo feliz siempre fracasa. Bajo montañas de cadáveres. Pero
siempre surgen nuevos convencidos de que el comunismo solo fracasaba antes
porque no estaban ellos. Rodeados por quienes medran de esas redes de ideología
y resentimiento compartido. Ahora los defensores de los peores genocidios
pretenden en España ilegalizar organizaciones constitucionales y prohibir por
ley verdades históricas. A la ilegalización de una «fundación franquista»
seguirá otra que lo sea menos. Después les tocará a los partidos. Y de repente
verán los españoles que somos franquistas todos los que no seamos ellos.
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