EL TESORO DE CORNELIUS GURLITT
Por HERMANN TERTSCHABC Lunes, 23.12.13
«Cornelius Gurlitt, el insignificante guardián del tesoro,
se siente el ser más desgraciado del mundo. Y es un hecho que ni la más
diminuta de las injusticias deja de serlo por inmensa y tenebrosa que sea la
sombra de la más monstruosa imaginable»
LA noticia se extendió por
todo el mundo, copó portadas, abrió informativos y protagonizó debates y
comentarios televisivos. Y la historia lo merece. Tiene todos los elementos de
misterio y fascinación, poder, lujo, arte, dinero y dolor para un premio
Pulitzer, para un bestseller de novela, para guión propio de un Oscar. En
Múnich, en la vivienda de un anciano, se había encontrado un inmenso tesoro. Un
tesoro nazi, se dijo. No, un tesoro judío, se anunció después. Ni lo uno ni lo
otro y ambas cosas a la vez. Cierto era el tesoro en sí, el hallazgo de un
inmenso depósito de obras de arte escondido desde la II Guerra Mundial. De
incalculable valor. Con joyas de la pintura de los grandes genios del siglo XX,
de Chagall a Matisse, de Picasso a Beckmann, de Klee a Kokoschka, de
Toulouse-Lautrec a Schiele. Hay cuadros desaparecidos que se creían destruidos
en la guerra. Y obras desconocidas de muchos grandísimos autores. Más de 1.300
cuadros. Descubiertos por la Policía judicial bávara en un registro
domiciliario, iniciado por motivos fiscales, de un discreto piso del bonito
barrio burgués de Schwabing en la capital bávara. Una sensación.
La prensa mundial se convirtió, no podía ser de otra forma,
en una gran olla de información especuladora. Con pocos casos de rigor, muchos
fueron temeridad periodística cuando no pura ficción narrativa. Es sabida la
mala literatura que siempre se hizo en torno al nazismo. Pero con esta
mitología improvisada de «todo a cien», volvió también a la actualidad la
historia. La más tenebrosa. Se publicaron de nuevo fotografías de Hitler de
visita en museos durante aquella operación de purga de lo que el nazismo llamó
«arte degenerado». Fue en 1937. El Führer hizo desaparecer de todos los museos
alemanes las obras de artistas judíos y las que tuvieran temática o motivos
judíos o contrarios a los ideales estéticos del Tercer Reich. Volvieron a verse
imágenes de los grandes depredadores nazis de arte. Allí estaban Hermann
Göring, Heinrich Himmler o Martin Borman, dirigentes que atesoraron inmensas colecciones
de arte robadas, botín primero de Alemania, después de todos los países
ocupados por la Wehrmacht.
Todavía es capaz la historia más oscura del siglo XX de
generar sorpresa, estupor y fascinación. Si algo caracterizó al nazismo, más
allá del crimen, fue la colosal distancia entre sus excelsos ideales y
solemnidad y la vulgaridad y la brutalidad de sus dirigentes. Y la bajeza moral
y cultural de la mayoría de los mandos nazis era pareja a su avaricia y
rapacidad ante bienes de valor y todo tipo de signos externos de riqueza, lujo
y pretensión. Quienes decían buscar el Santo Grial y el Walhalla eran rufianes
y ladrones. Quienes proclamaban el ideal del superhombre y llamaban al
sacrificio en el altar de la patria y la raza eran todo mezquindad y degeneración
moral. Cierto es que partes de aquella sociedad alemana culta y sofisticada se
resistieron. Pero pronto o tarde, todos los ámbitos sociales se hicieron
permeables al mensaje nacionalsocialista, permanente y penetrante desde 1933. Y
con él, a la depravación. Los saqueos en museos y colecciones de magnates por
los grandes dirigentes tuvieron su reflejo en los robos populares en las casas
de los judíos deportados. Por bandas organizadas o los propios vecinos. Cuando
en 1938 llega la «Noche de los cristales rotos», el pogromo contra los judíos
en todo el Reich, la complicidad ideológica y moral fundía ya destinos de
régimen y sociedad alemana.
Aquí se vuelve a abrir la cruel disparidad. La fascinante
historia del gran tesoro es la reconstrucción de la sórdida trayectoria de unas
obras de arte, creadas por lo mejor del espíritu humano y condenadas por lo
peor del mismo. La alegría por la recuperación de obras únicas nos lleva al
dolor de las víctimas que las gozaron y amaron como propias. Cientos de los cuadros
encontrados portan consigo una tragedia concreta, personal, familiar. Unos
fueron compras oportunistas, baratas, porque, por degeneradas, ya no tenían
sitio en galerías, museos o subastas. Muchas fueron robadas. Otras, compradas a
unos legítimos propietarios que ya luchaban en desesperación por su
supervivencia y la de sus hijos y nietos. Que vendían a precios de saldo sus
tesoros para intentar salvar sus vidas. Pocos sobrevivieron al nazismo. Los
herederos de muchos aún luchan hoy por sus propiedades. Unos, con éxito, han
recuperado obras de Picasso, Munch, Klimt, Schiele, subastadas después por
muchos millones... Otros litigan aún, como los herederos del coleccionista Max
Emden, al que el Ministerio de Hacienda alemán se niega a devolver dos Canalettos.
En el centro del huracán causado por el descubrimiento del
tesoro de Schwabing está un hombrecillo muy menudo. Como predestinado para este
papel estelar periodístico, lleva un nombre muy literario, Cornelius Gurlitt.
¿Quién es el guardián del tesoro y su secreto? ¿Quién es ese anciano frágil de
rasgos suaves, casi femeninos, que vivió como un ermitaño en soledad absoluta
con los cuadros desde que murieron su padre, en 1957, y su madre, diez años
después? ¿Qué mundo tiene este hombre que calculaba hasta el último céntimo sus
gastos para ir al médico, cuando tenía cientos de millones de euros en pinturas
hacinadas hasta en la cocina, trastero, armarios y cuarto de baño? Cornelius
Gurlitt está abatido, destrozado. Se siente humillado porque se le ha tratado
como a un delincuente. La Fiscalía le ha quitado sus cuadros. Han profanado su
intimidad, su hogar y propiedad. Son sus cuadros. Conservarlos y cuidarlos ha
sido su única misión durante toda la vida. La que le encomendó su padre,
Hildebrandt Gurlitt, un conocido marchante de arte en la República de Weimar.
Era un hombre sin miedo, un emprendedor que se comía el mundo. Todo lo
contrario que su hijo. Disponía, Gurlitt padre, de contactos en los museos que
desechaban arte degenerado, entre galeristas judíos que ya no podían comerciar
desde 1938 y con ricas familias judías que vendían desesperados en busca de
visados y refugio. Tenía dinero en efectivo y veía las oportunidades. Y las
aprovechó. Cornelius Gurlitt insiste en que su padre no hizo nada malo. Y él, por
supuesto, menos. Heredó todo como otros heredan un terreno o una casa o un
título.
Nadie pregunta por la procedencia de lo que hereda. Y menos
por un hipotético lastre moral de fortunas multimillonarias. Su padre, dice,
salvó los cuadros del fuego de los nazis, de las bombas aliadas, del saqueo de
los rusos, de la rapacidad de los americanos. Sin duda, ayudó a judíos a huir
gracias a esa compra. Y no estaba en su mano salvar a quienes no lo lograron.
Hildebrandt Gurlitt no cometió ningún crimen, asevera su hijo anciano. Nadie
puede desmentirle, de momento. No va a ser fácil para la Fiscalía quitarle
legalmente la propiedad. Ni para las asociaciones que luchan por la restitución
del patrimonio de las víctimas del Holocausto demostrar que tienen otros propietarios
legales. La pobre vida de Cornelius Gurlitt que ya acaba ha transcurrido toda
en un escenario repleto de objetos que claman contra el peor crimen de la
historia. Y él no oye nada en todos esos años de implacable soledad y silencio.
Ni un eco para la reflexión, ni un gemido imaginado para la evocación. Nada que
despertara quizá la conciencia del pasado o un impulso a donar o vender o
exponer su tesoro. Ni unas repentinas ganas de enseñarle un cuadro a un niño.
Casi resulta obsceno ver al anciano pedir justicia, cuando se evocan las
dimensiones infinitas, el carácter metafísico de la injusticia del Holocausto
en el que se desvanecieron los propietarios anteriores de su tesoro. Y sin
embargo, Cornelius Gurlitt, el insignificante guardián del tesoro, se siente el
ser más desgraciado del mundo. Y es un hecho que ni la más diminuta de las
injusticias deja de serlo por inmensa y tenebrosa que sea imaginable.
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