LOS NOMBRES SAGRADOS DE LA VERDAD
Por HERMANN TERTSCHABC Martes, 10.12.13
Esta política de desterrar del uso común los nombres comunes
españoles es todo menos inocente
LA llamada corrección política comenzó como un encomiable
esfuerzo por evitar en el lenguaje términos ofensivos, antes habituales, que
podían herir la sensibilidad a ciertos sectores de la sociedad, habitualmente
minorías. Surgió en EE.UU. y ya allí muy pronto se pervirtió para convertirse
en un instrumento de limitación de la libre expresión y camisa de fuerza del
lenguaje y del pensamiento. Algunas minorías, así como la izquierda, se han
arrogado el derecho a decidir qué se puede decir y qué se puede pensar. Y a
imponer sanciones a los transgresores que van desde el insulto a la muerte
civil. En España fue la izquierda la que asumió el control de la corrección
política en la transición. Y con su ayuda, los nacionalistas también han
accedido a este papel de policía, juez y censor en la semántica oficial y
privada. Entre las peores ridiculeces de la tantas veces ridícula corrección
política vigente en España está el uso de la toponimia vasca, catalana y
gallega cuando se habla y escribe en castellano. Sin apenas resistencia, como
en todo lo que ha supuesto cesiones a los nacionalismos, se ha ido imponiendo
el uso exclusivo de los nombres en las lenguas minoritarias. Y ya se persigue,
critica o amonesta el uso de los nombres históricos en español. De forma constante
han sido liquidados del uso oficial, borrados sin rastro, los nombres
castellanos de centenares de pueblos en el País Vasco, en Cataluña y en
Galicia. En otros casos se ha «descastellanizado» el nombre con una grafía
irreconocible. Hasta en los casos de dos provincias vascas se pretende que la
ridícula grafía inventada para el vascuence sea la única oficial. Obviamente
muchos jamás acataremos ese disparate a la espera que se enmiende. Mi madre,
una guipuzcoana de Deva, con decenas de apellidos vascos, cuyo nombre Lersundi
procede de una torre del siglo XII de la familia en Azcoitia, con siglos al
servicio de la corona y de España, se revolvería en la tumba si me viera
escribir Deva, Guipúzcoa y Azcoitia de otra forma. Lo cierto es que en los
últimos años de su vida tuvo, hasta muy al final, fuerzas y lucidez para
indignarse cuando escuchaba hablar en español de Oñati, donde estudió, o de
Legutio por Villafranca de Álava o de Ondarribia por Fuenterrabía.
Esta política de desterrar del uso común los nombres comunes
españoles, así como la grafía, de pueblos y lugares, es todo menos inocente.
Por eso es una irresponsabilidad, cuando no una felonía, permitir esta limpieza
étnico-lingüística implacable y obscena. Se trata de erradicar una historia
milenaria. Se trata de erradicar la verdad. Se hace en las escuelas al enseñar
a los niños una historia inventada en la que España y lo español solo aparece
como elemento foráneo y hostil. Se hace con la ocultación y el olvido de la
cultura y el legado común. Se hace alterando el nombre de las cosas. Se cambia
el nombre propio de la gente, de los lugares, de las tradiciones. Y se hará con
la lápidas de los cementerios para que no quede rastro. Ya ofrecen subvenciones
para catalanizar lápidas. Que nadie sepa que el abuelo era Ceferino y la abuela
Macarena. Y escribían en la lengua común de España. Cuando Stalin convirtió en
1945 en soviética la parte oriental de Polonia y deportó hacia el oeste a los
polacos, a tierras alemanas previamente limpiadas étnicamente, se borró la
toponimia, allá polaca, acá alemana. Y se prohibieron los nombres originales,
centenarios y milenarios, sustituidos por otros artificiales. Pronto los niños
aprendían un pasado que nunca existió. Sin rastro de la verdad, perdida en el
olvido con los nombres sagrados.
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