LA FORJA DEL HÉROE
Por HERMANN TERTSCHABC Sábado, 07.12.13
Muy pocos hombres, como Mandela, han sido capaces de
modificar la Historia al modo por ellos deseado
Fue muy consciente siempre de su propia importancia. Dicen
los que le conocían que nunca puso a disposición de otros el papel que él mismo
se asignaba. El inmenso respeto que siempre demostró hacia todos y cada uno de
sus interlocutores en la vida — desde el más poderoso De Klerk que le tenía
preso hasta el último chófer que tuvo— era ante todo una expresión del supremo
respeto que se tenía a sí mismo. Y ahí es donde hay que buscar el secreto de
cómo fue convirtiendo en grandeza y magnanimidad inteligente todo su tiempo,
sus reveses personales, sus años de prisión y aislamiento y la permanente y
abrumadora manifestación de miedo y odio que era el apartheid en sí.
Tenía todas las posibilidades de haber sido un abogado
comunista radical más. Pudo haberse quedado en otro aparatchik, embrutecido y
resentido como tantos luchando entre ellos por medrar y destacar en las
ciudades africanas durante la Segunda Guerra Mundial y después con la
descolonización y la Guerra Fría. Mandela pasó muchos años actuando en terrenos
pantanosos que las más de las veces arrastran a los hombres al odio y al
crimen. Habitualmente sin retorno posible. Y no evitó el trato con quienes cayeron.
Ahí está Mandela en tantas fotografías de su vida, antes y después de sus 27
años en Robben Island, con pésimas compañías, comunistas cínicos y criminales
como Castro u otros caudillos.
Pero, al contrario que todos esos sátrapas y tiranos, él
sufrió con la violencia, la impidió cuando pudo y la lamentó después como error
propio. Los peligros en los que no cayó Mandela eran muchos. Sólo hay que
recordar la siniestra deriva de otro gran líder africano que fue compañero de
Mandela. Porque Robert Mugabe estudió como él en la Universidad de Fort Hare. Y
volvería a su Rhodesia, aún como Sudáfrica Imperio Británico, para ser un
brillante y valiente luchador por los derechos y la libertades. Tras 26 años de
presidencia, hoy es quizás el más siniestro dictador de África, con su país,
Zimbabue, otrora ejemplo de prosperidad, convertido en un pantano de demencia
política y de miseria.
Mandela, él mismo lo decía con frecuencia, cayó y se
levantó. Y cuando hablaba de caídas no se refería a los reveses infligidos por
sus adversarios, sino de sus propios errores. Y dijo aquella frase célebre de
que él no era un santo, salvo si serlo era el permanente esfuerzo por la
enmienda. En todo momento, lo cuentan sus biógrafos y lo cuentan sus amigos,
irradiaba una calidad diferente. Unos quieren ver en ello inicialmente la
majestuosidad de un joven brillante y consciente de su pertenencia a la alta
nobleza tribal. O el « aristocratismo », la firmeza de convicciones de un
hombre inusualmente dotado y consciente de ello y vocacionalmente dispuesto al
crecimiento moral. Pero muy probablemente haya en este caso algo más, casi
mitológico. Que es esa continua e inverosímil mejora de la calidad del material
del héroe. Esa vida convertida en forja para la aleación cada vez más perfecta
de inteligencia con bondad, generosidad y lucidez, de arrepentimiento y
enmienda.
Todo ello se antoja el beso de mimado de los Dioses paganos,
que muy pocos seres humanos llegan a gozar en la historia. Muy pocos hombres en
la memoria de la humanidad han sido capaces de modificar la historia del modo
por ellos deseado. Lo hizo Alejandro Magno, sí. Lo hicieron los Reyes Católicos
en España. Lo hizo Winston Churchill en el siglo XX. Pero si no hacemos
incursión ya en las vidas de los santos cristianos, muy pocos han quedado en
esa memoria universal con un reconocimiento prácticamente unánime como ese
extraordinario ser humano que ha sido Nelson Mandela.
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