DJILAS Y NUESTRA IZQUIERDA
Por HERMANN TERTSCHABC Martes, 05.01.08
POCOS
se han acordado durante el año recién despedido de la efeméride de una gesta
política e intelectual que merece los honores y la gratitud de todos aquellos
que creen que la verdad en la política no es un bien canjeable o modificable al
antojo de las conveniencias. Lamentablemente es lógico que, en los tiempos que
corren, pocos sepan que en 1957 se publicó un libro que, como pocos del siglo
XX, reunía todos los elementos que convierten un trabajo intelectual en un acto
de suprema entereza y entrega, de gesta personal, lucidez implacable y victoria
de la verdad. Era «La nueva clase» de Milovan Djilas. Se mueren ya los últimos
supervivientes de las generaciones del humanismo forjado en el rigor del
pensamiento, guardián de la sabiduría extraída a las terribles experiencias de
nuestra cultura común durante la larga guerra civil europea que fue el
sangriento siglo pasado. Con estos últimos testigos se nos escapa la memoria
directa del horror pero también de actos y «momentos estelares de la humanidad»
-parafraseando a Stefan Zweig- que han hecho de la civilización cristiana,
ilustrada y democrática occidental el mundo más libre, más compasivo y generoso
jamás habido, el más capaz de generar la promesa y la esperanza de felicidad a
los seres humanos. El rigor y la verdad pierden todos los días batalla frente a
la ofensiva de nuevas supersticiones predicadas por todo el arsenal mediático,
ante la terrible levedad de la adquisición de ideas fáciles, el pensamiento
débil, la mediocridad impuesta y los valores intercambiables de un relativismo
en el que sólo tienen solvencia el poder, la comodidad y la supervivencia.
Entre
1914 y 1989, la guerra europea hacinó cadáveres por todos los rincones del
continente, condenó a la esclavitud a centenares de millones de europeos,
despertó odios y vilezas inimaginables y generó dolor en cantidad e intensidad
nunca conocidas. Pero nos legó, además de gestas colectivas conmovedoras,
testimonios de la grandeza del ser humano que siempre mantuvieron vivo el
mensaje ejemplar del poder único que reside en la conciencia de la persona. A
uno de ellos, como ejemplo de la capacidad del individuo de reaccionar contra
toda la ponzoña de su formación y entorno y abrazar la causa de la verdad en
pleno desierto de la desesperanza, quiero referirme. Cuando Djilas se rebeló
contra todo el aparato de mentiras y represión que había ayudado
incansablemente a construir durante su vida anterior, era un hombre aislado, un
digno indignado, una conciencia que, en su soledad, había decidido nunca volver
a ser cómplice de la represión o humillación de ninguna otra conciencia humana.
Hace
medio siglo, Djilas, un comunista montenegrino, bregado en la clandestinidad,
la guerra y el poder, acostumbrado a matar y a ver morir, dijo ¡Basta ya! Mano
derecha de Josip Broz «Tito», miembro de la cúpula comunista de Yugoslavia
hasta 1953, tres años más tarde hizo llegar a Nueva York un manuscrito, escrito
en el máximo sigilo, que aun hoy conmueve. Era «Nova Klasa». Su ruptura ya se
había consumado. Con «La nueva clase» hizo temblar los cimientos del firme
andamiaje de la mentira ideológica del comunismo. Y el de aquella izquierda
europea que -con la excepción de la socialdemocracia anticomunista que lideró
Kurt Schumacher desde el SPD- mantenía su relación de complicidad con las
«democracias populares» de los regímenes comunistas. Hay que recordarlo ahora
que nuevos experimentadores nos proponen «democracias avanzadas», en
Iberoamérica o aquí, con actualizaciones del «antifascismo» frentepopulista y
el antioccidentalismo, la fobia antinorteamericana, la agresividad anticatólica
o la demanda de limitación de libertades individuales en aras de supuestos
derechos colectivos bajo el disfraz de multiculturalismo, el nacionalismo o el
«socialismo del siglo XXI».
Leído
ahora, el libro de Djilas no revela sino lo después evidenciado por la apertura
de archivos de los regímenes comunistas y en toda la bibliografía sobre el
totalitarismo comunista que saldría a la luz en décadas posteriores, con joyas
como el monumental «Archipiélago Gulag», de Alexandr Sozhenitsin o la novela
-tan justamente celebrada en España- «Vida y destino» de Vassili Grossman. Pero
en «La nueva clase» estaba por primera vez «todo» lo necesario para entender
que el comunismo -y no sólo la desviación estalinista del mismo como había
mantenido Nikita Jruschov un año antes en el XX Congreso del PCUS- era, en sí
mismo, un terrible error moral y un crimen masivo y sistemático. Desde dentro
del sistema, uno de sus prácticos y teóricos más reputados denunciaba la esencia
misma del régimen como totalitaria, cleptocrática y asesina en un análisis
nunca superado en este medio siglo. Desde la publicación de «La nueva clase» y
pese a su celebridad en el exterior -que le salvó de desaparecer para siempre
en alguna oscura prisión-, ya no dejaría de entrar y salir de la cárcel hasta
la muerte de Tito. Pero nunca volvió a estar solo como lo estaba cuando callaba
ante la mentira. En los años que lo traté después de 1988 y hasta 1993, dos
años antes de su muerte, Djilas era un anciano sabio respetado y querido por
intelectuales y amigos de todo el mundo y por quienes conocían su obra, también
sus «Conversaciones con Stalin» y sus magníficas memorias. Pero le debemos ante
todo aquel libro que supuso un «misil de verdades» contra el fortín, que se
presumía indestructible, del sistema de mentiras del socialismo real. No fue
sólo una denuncia inapelable del régimen de injusticia y terror común a todos
los estados comunistas habidos antes, durante y después de Stalin. Sigue siendo
también una lacerante acusación a todos los cómplices del mismo que durante
este medio siglo han ocultado, negado o relativizado los sufrimientos de
millones de personas en Europa y otros continentes que cayeron bajo la
experimentación social. Gracias al pundonor y la dignidad de supervivientes,
investigadores y estadistas, los miserables postulados del «negacionismo» del
Holocausto y del nazismo están plenamente desprestigiados en el mundo político
e intelectual. No sucede lo mismo con el Gulag y el comunismo. El mismo año en
que estallaba aquella «bomba editorial de la verdad» de Djilas, recibía el
Premio Nobel Albert Camus, otra víctima de la calumnia generada
sistemáticamente por la perversión izquierdista hegemónica en la
intelectualidad europea que hace del «antifascismo» un título y del
anticomunismo una tara, cuando ambos son, por igual, deber y condición de todo
demócrata y humanista.
Ahora, casi veinte años después de la caída del muro de
Berlín, vuelven a ser muchos los que consideran que la libertad, la propiedad y
la democracia -sin adjetivos- son valores relativos y subordinables a nuevos
planes de experimentación social y transformación del individuo. Y no se trata
sólo de profesores españoles o cubanos asalariados de Hugo Chávez, populistas
indigenistas o entusiastas del castrismo. Cuando dirigentes izquierdistas
europeos como Oskar Lafontaine declara pletórico en Madrid que las
posibilidades de la izquierda aumentan porque «entre la juventud hay más
antiamericanismo que anticomunismo», es que la deriva va más allá de la
confusión moral y política del sectarismo y la radicalidad izquierdista que se
ha adueñado del socialismo en España. Esta involución de la izquierda hacia el
abandono de la socialdemocracia y la reinvención de la felicidad colectiva y de
la imposición de una «justicia» superior a la del Estado de Derecho es uno de
los fenómenos más graves en la cultura política occidental actual. Son aliados
objetivos de los enemigos internos y externos de la sociedad abierta. Las
tentaciones de reintentar fórmulas coactivas en aras del supuesto progreso
deberían evocar a los demócratas aquella frase de Sigmund Freud, poco antes de
huir de los nazis a Londres, que escribía desolado en Viena en 1938: «el
progreso parece haberse aliado con la barbarie». Son muchos los que quieren
reinventar la historia del siglo XX. Con la misma osadía con que, por cierto,
algunos quieren reinventar en España la historia de esta malhadada legislatura.
La pérdida de la memoria es el salto decisivo a la pérdida de la libertad. No
hace falta leer «1984» de George Orwell para saberlo. Por ello, es necesario
recordar con gratitud a quienes desde el pasado nos ayudan a mantener viva la
memoria frente al asalto de la mentira.
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