MEMORIA DEL CATACLISMO
Por HERMANN TERTSCHABC Martes, 31.12.13
La guerra acabó generando el caos y la disolución en las
retaguardias y no sólo de los perdedores
MUCHO leeremos en este año 2014 que mañana comienza sobre la
Gran Guerra de cuyo estallido se cumple el centenario en verano. En toda Europa
aunque España quede ahora como entonces algo al margen está ya en marcha una
auténtica avalancha editorial que se prolongará durante todo el año. Con nuevos
libros sobre la guerra y sus efectos, algunos excelentes. Y también llega ya la
reedición de los títulos de la grandísima literatura que se hizo con el que
acontecimiento más traumático y de mayores, más profundas y terribles
consecuencias en el mundo habido hasta entonces. Desde «Sin novedad en el
frente», de Erich Maria Remarque, hasta «Educación hasta Verdún», de Arnold
Zweig, de las «Tormentas de acero», de Ernst Jünger, al Karl Kraus de «Los
últimos días de la humanidad» o «Agosto», de Alexander Soljenitsin, es
interminable la lista de obras importantes inspiradas por esta tragedia
universal. Es probable que hasta después de la Segunda Guerra Mundial no se
escribiera nada que no tuviera la Primera como tema de una u otra forma. No
pocos vemos el siglo XX como una gran guerra civil europea que comenzó en 1914,
se prolongó hasta 1945 y se congeló en «guerra fría» hasta 1989. Comenzó
anegando los campos de Flandes en sangre y llevó tres décadas después a la cima
de su monstruosa escalada de deshumanización con los hornos crematorios. La
Gran Guerra fue el gran cataclismo de la civilización occidental.
Su detonante, el 28 de junio, los disparos letales en
Sarajevo de un nacionalista serbio contra el heredero del trono imperial de
Austria-Hungría, se convirtió rápidamente en una nimiedad olvidada, causa
inverosímil ante las dimensiones pronto adquiridas por aquel espanto. Se habría
de prolongar cuatro años y acabaría con imperios e ideas, lealtades y
obediencias, jerarquías de valores, creencias y formas de vida. Supuso, más
allá de una inmensa carnicería continuada, una brutal quiebra moral y cultural.
El horror fue general. Desde los barrizales del Somme a las increíbles
trincheras alpinas, desde los bosques la Bukovina al interminable frente ruso o
la implacable guerra naval. Pero como símbolo quedó Flandes, el terrible cuadro
de Otto Dix. Es el horror de las trincheras inundadas, de los cadáveres de
soldados y caballos pudriéndose confundidos en el barro sanguinolento,
gelatinoso, cubierto por manadas de ratas que a su vez servían de caza y
alimento de unos humanos que, cual fantasmas sin esperanza ni moral, subsistían
como alimañas en aquellos laberintos de túneles pestilentes. De aquellos
abismos de la experiencia humana surgió gran literatura, sin duda. Pero ante
todo brotó odio y descreimiento. Odio al poder y al Estado personificados en
aquellos generales que orquestaban las reiteradas matanzas y la permanente
agonía. En aquella absurda parálisis de la guerra de trincheras del morir por
cinco palmos de paisaje lunar, de troncos calcinados y sin una brizna de
hierba. En aquellos barros se disolvieron las jerarquías y el respeto al orden
tradicional, así como la fe y la esperanza de millones de jóvenes.
La guerra acabó generando el caos y la disolución en las
retaguardias y no sólo de los perdedores. La falsa paz con sus artificios de
fronteras e imposiciones solo incubó más violencia. Los veteranos, que habían
partido al frente entre cánticos patrióticos, volvieron para hacer caer sus
reinos. Se multiplicaron los nacionalismos fanáticos y surgieron las ideologías
redentoras y criminales que habrían de cautivar a las masas. Pero la escalada
hacia la abolición de la piedad que llevaría a Auschwitz y el Gulag no la dirigirían
los veteranos. Sino los niños de la guerra, educados durante la contienda sin
más biografía propia que el mensaje bélico. Las auténticas camadas del odio.
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