EL PODER DE LA CONTRICIÓN
Por HERMANN TERTSCHABC Viernes, 04.04.14
En España no estuvimos lejos en la transición de conseguir
esa sana y restauradora visión de nuestro propio pasado
PUBLICABA ayer ABC un artículo de Israel Viana sobre «los
Gobiernos que asumieron sus atrocidades». Enumeraba diez casos de
reconocimiento de culpa y contrición pública y oficial de Estados por crímenes
e injusticias colectivas cometidas en el pasado. Se relataban las culpas de
Alemania, Hungría, Irlanda, Gran Bretaña, Japón o el Vaticano que llevaron a
pedir perdón a víctimas del pasado. Comenzaba con el caso de Suecia y sus
prácticas contra la población gitana. Con un programa eugenésico de
esterilización no muy diferente al de otros países en la fiebre de la llamada
higiene social y racial de las primeras décadas del siglo XX. Que alcanzaría su
delirante y monstruosa culminación en el nazismo. El Gobierno sueco pide ahora
perdón a las víctimas. ¿A quién sirve? A las víctimas obviamente no. Sirve a la
sociedad y el Estado, su autoestima y su propia calidad. El ejercicio de
contrición más masivo de la historia es el alemán. Por razones obvias. Las
dimensiones del horror fueron tales, que en los primeros tres lustros después
de la derrota apenas se movió nada. Todo volcado a la reconstrucción, huida en
el trabajo, a la vergüenza, a la ocultación, al silencio. Primaba la
descalificación impuesta. Tuvo que llegar a la edad adulta la primera
generación no educada en el nazismo para que se pusiera en marcha un fenómeno
sin precedentes, la «Vergangenheitsbewältigung», la «superación del pasado», un
proceso surgido del seno mismo de la sociedad alemana. Era lo contrario que lo
habido siempre tras la guerra. No había que olvidar. Ni saldar cuentas. Ni
revancha. Ni osar justificar lo injustificable. Se inicia con los procesos de
Auschwitz, el primero en 1963. Ya no era la cúpula hitleriana juzgada por los
vencedores en Nuremberg. Era el Estado alemán que juzgaba y condenaba a
alemanes «comunes», piezas de la maquinaria del crimen industrial. En aquel
lustro de 1963/68 de juicios consecutivos de Auschwitz en Frankfurt, se
sentaron las bases para la lenta cura de la sociedad. Para una mirada limpia al
pasado. Se hizo sobre todo en la escuela. No sin conmoción y serias tensiones
generacionales. No hay mejor educación antitotalitaria que la que muestra al
niño lo fácil que es convertir a la propia sociedad en una masa a la vez
fanática e indolente, cobarde y suicida. Frente a la exaltación incondicional
de la tribu, se fomentó la conciencia de que los propios, los más cercanos y
humanos, fueron capaces de terribles crímenes. La suprema responsabilidad de
una ciudadanía, se inculcó al niño, es vigilar e impedir que nadie incurran en
culpa en su nombre. Es lo opuesto al victimismo nacionalista, a la
culpabilización ajena, a la huida permanente de la responsabilidad y su
atribución al otro. Los países más libres y serenos son aquellos que miran con
verdad a su pasado. Los que han reconocido sus culpas. Los más agresivos y
enfermos son los que se obstinan en acusar a otros de sus propios crímenes y su
suerte. Aquí en España no estuvimos lejos en la transición de conseguir esa
sana y restauradora visión de nuestro propio pasado. Se habló de que todas las
víctimas eran de todos los españoles y todos los crímenes también. De que la
terrible tragedia colectiva que nos había partido en dos, nos debía unir para
siempre. En contrición común. Pero irrumpió con brutalidad en nuestra historia presente
la llamada a la revancha y la mezquindad ideológica. De la idealización de los
propios y la demonización del contrario. Aquello destrozó el sueño de una
historia común que nos uniera en el luto compartido tanto como en un proyecto
de futuro. Y nos secuestró el presente.
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