LA LIBERTAD GRATUITA
Por HERMANN TERTSCHABC Viernes, 14.03.14
Ahora el precio de sojuzgar a toda Ucrania es tan alto, que
ni un Putin pletórico puede estar dispuesto a pagarlo
YA es muy posible que Vladimir Putin sí esté decidido a
cruzar definitivamente la línea roja y declare la anexión de Crimea tras el
referéndum del domingo. Habrían caído así los Sudetes ucranianos en manos del
agresor. Se verá después si el pequeño gran hombre del Kremlin pretende
anexionar también la Ucrania oriental. Una vez violadas las fronteras
internacionales de Ucrania que Rusia reconoció en Tratados internacionales de
1994 y 1997, legalmente da lo mismo cuántos centenares de miles de kilómetros
cuadrados invada. Lo que no podrá Rusia, a no ser que ya quiera recurrir a
todos los procedimientos del pasado estalinista, es consumar un Anschluss
total. Incorporar toda Ucrania a su proyecto imperial de Eurasia parecía un
hecho consumado en noviembre, gracias a los acuerdos con Viktor Yanukóvich y
los magnates. No a la asociación con la UE y sí a la integración en la alianza
de autócratas de Eurasia bajo Moscú. Pero Ucrania se echó a la calle y aquella
solución rápida, barata e incruenta se frustró. Ahora el precio de sojuzgar a
toda Ucrania es tan alto, que ni un Putin pletórico puede estar dispuesto a
pagarlo.
Lo cierto es que Europa no volverá a ser ya como ha sido
durante cuarenta años. Desde la firma el 1 de agosto de 1975 del Acta de la
CSCE en Helsinki. Desde entonces el continente sufrió revoluciones democráticas
y conmociones. Cambió radicalmente el mapa. Se disolvieron estados artificiales
creados en la Gran Guerra, como la URSS, Checoslovaquia y Yugoslavia. Ésta
violentamente. Pero ningún país invadió con apetitos territoriales a un vecino
cuyas fronteras internacionales tenía reconocidas. Ahora parece ya claro que,
con esta intervención, Putin quiere crear nuevas realidades geopolíticas. Está
en marcha un inmenso golpe de mano que no contempla la posibilidad de negociar
un retorno al estado de cosas previo a la llegada a Crimea de los encapuchados
sin insignias.
Ahora Europa está ante la repetición de las aventuras
tenebrosas del siglo XX, cuyo potencial de tragedia bien conoce. En el siglo
pasado una invasión soviética habría tenido una respuesta militar inmediata.
También con armas nucleares tácticas. Y siempre bajo la amenaza de la
destrucción mutua asegurada (MAD). Hoy resulta tan inverosímil como esperar una
defensa de los soldados chinos de terracota. No hay poder de disuasión militar.
Washington avisa desde hace décadas. El demoledor discurso del secretario de
Defensa Robert Gates el 10 de junio del 2011 fue el último intento de que
tuvieran coraje las democracias europeas de asumir el gasto ante sus electores.
Fue inútil. Hoy los países orientales de OTAN y UE, fronterizos con Rusia,
Bielorrusia o Ucrania, es decir la Eurasia proyectada de Putin, sienten el
aliento amenazador. Los Bálticos, Polonia y Rumanía se ven de repente en la
trinchera. Y saben del poder de extorsión que esto supone. El aplastamiento de
la voluntad ucraniana hace automáticamente menos libres a estas sociedades
europeas orientales. Y por tanto a toda Europa. Los europeos han querido desde
la II Guerra Mundial que su defensa y seguridad fuera gratis. Quienes defendían
una cultura de defensa, desde Churchill o Adenauer a Schmidt y Thatcher, se
enfrentaron siempre a sociedades cómodas, felices de dejarse llevar por
consignas pacifistas y desarme, pero a sabiendas de que tenían a EE.UU. como
garante de su libertad. Ahora este garante se quiere ir. Y de hecho con Barack
Obama ya no es garante fiable. Siria lo demostró y Rusia lo sabe. Los europeos,
inermes, solo pueden esperar que el delirante discurso nacionalista no le haya
hecho perder del todo de vista a Putin el sentido común y sus propios intereses.
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