EL COLAPSO DEL SUEÑO CRIMINAL DE HITLER
Por HERMANN TERTSCHABC Domingo, 03.05.15
70 años del fin de la II Guerra Mundial
En estos días se conmemora la caída de un imperio fundado para durar mil años y que apenas pasó de doce
El final del Imperio La caída del Sexto
Ejército alemán en Stalingrado, en enero de 1943, y la batalla de carros de
Kursk, en julio, fueron el comienzo del fin
Escenarios no superados Hoy proyectos ideológicos enemigos
de la democracia vuelven a tener popularidad y pujanza
Niños de trece y
catorce años, en uniforme de combate, lloran de impotencia sentados sobre un
montón de escombros, rodeados de cadáveres y miembros amputados de sus
compañeros. Minutos antes, en su primera, última y ridícula acción de guerra
defensiva cuando no hay ya nada que defender, han matado a un soldado ruso en
un barrio de Berlín, a uno americano en un pueblito de Baviera, a otro
canadiense o británico junto al Rin o en un bosque sajón. Las muertes más
ridículas de una inconcebible tragedia que comenzó con flamantes desfiles en
1933.
ABC
En su última foto, Hitler (dcha.) comprueba los
desperfectos del búnker
La escena se repite
en estos primeros días de mayo de 1945, hace setenta años, por toda la
geografía de las regiones occidentales de lo que había sido el imperio aleman.
Los enemigos han capturado a estos cachorros nacionalsocialistas que nunca han
recibido otra formación, información y educación, otro mensaje y otra orden que
la entrega incondicional al Führer, Adolfo Hitler, y el odio mortal e
incondicional a todo lo que entorpeciera la gloria imperial de la Alemania
eterna. Son «La juventud sin Dios» que auguró años antes Ödön von Horvath. El
nacionalismo elevado a religión delirante. Desde su primera niñez han sido
educados para dar la vida por el caudillo de la nación, el Führer. Lo han
jurado. Y muchos de ellos no han dudado en matar en estas semanas, al grito de
«traidores» y «cobardes», a compañeros de armas adultos que habían decidido
rendirse para salvar la vida y acabar aquel absurdo derramamiento de sangre.
Muertes aun más terribles y absurdas si cabe que las que las precedieron. Niños
alemanes, jóvenes rusos o americanos, muertos en una guerra que ya no es. Bombardeos
masivos sobre ciudades ya inermes para forzar la claudicación de un loco en un
búnker que ya está muerto desde el día 30. Presos políticos como el pastor
Bonhoeffer o el almirante Canaris o Von Moltke, ejecutados semanas, días u
horas antes de huir los guardianes de los campos y cárceles.
Días de colapso
El 30 de abril se
encontraron en Torgau en el Elba las fuerzas soviéticas y las norteamericanas.
Alemania estaba tomada. Desde hacía dos años, el célebre frente oriental, «die
Ostfront», objeto de tanta literatura épica en aquellos años, se había ido
acercando a los alemanes. Si en 1941 estaba en los suburbios de Leningrado y
junto a Moscú, ahora estaba en los barrios obreros de Berlín. Ya solo combatían
desperdigadas unidades muy ideologizadas de las SS y esos niños de las
juventudes hitlerianas (HJ). Además de los restos del 9º Ejército al sur de
Berlín, cercados en Halbe, que luchaban por algo que aún valía la pena: romper
el cerco, cruzar el Elba y entregarse a los americanos para escapar al cautiverio
soviético. Del que no solo la propaganda decía que apenas salía alguien vivo.
Murieron en Halbe 60.000 en apenas cinco días.
En aquellas jornadas
de colapso vagaban por Alemania millones de seres humanos sin destino. Muchos
apenas se sabían vivos, recién liberados de los campos de concentración y de
exterminio en el este, llevados hacia el corazón de Alemania en marchas
forzosas en las que moría todo el que flaqueaba, la mayoría. Otros intentaban
esconderse, mezclarse entre los soldados que volvían derrotados del frente,
para ocultar sus cargos y sus culpas en el mayor aparato criminal, la más
compleja industria del asesinato en masa jamás construida por el hombre. Las
mujeres aterradas rezaban por ver entrar a los ingleses o americanos y no a los
rusos en su casa. Aunque violaciones masivas se producían en todos los frentes
y por todas la nuevas fuerzas ocupantes, las experiencias en el colapso de las
provincias orientales prusianas habían llevado a la convicción de que con el
Ejército Rojo era la norma. Hacía tiempo que ancianos, mujeres y niños se
robaban los unos a los otros para alimentarse ellos y a los suyos. Que casi
todos eran capaces de casi todo por sobrevivir en el infierno en el que ardía
toda Alemania en el pago implacable por sus entusiasmos pasados, su soberbia y
la ideología del desprecio al sufrimiento ajeno.
Allí, en la nación
milenaria en llamas y todos sus paisajes convertidos en páramos de desolación,
en la destrucción y el hambre, pero además el oprobio y la ignominia, estaba el
destino de aquel superhombre que había salido, prietas las filas, a conquistar
el viejo continente como paso hacía el poder absoluto en el mundo. En los niños
fanatizados que lloraban por primera vez en su vida, flotando en aquel mar de
escombros en el que se habían convertido todas las ciudades, palacios,
monumentos, museos, industrias, carreteras y puentes y campos y huertas de una
de las grandes naciones de cultura de la historia. Millones de soldados y un
pueblo enfervorizado por sus líderes en la guerra total habían logrado en doce
años la más absoluta y radical destrucción que un país, el propio, que jamás se
ha visto. La raza superior que asaltaba el cielo para imponer la perfección a
la humanidad había quedado convertida en una inmensa tribu derrotada, hundida y
confundida, hambrienta y culpable.
El hundimiento
En estos primeros
días de mayo se consumaba el hundimiento de un imperio fundado para durar mil
años y que apenas pasó de los doce. El 8 de mayo de 1945, con la rendición de
Alemania, terminaba una guerra cuya suerte estaba echada desde hacía más de dos
años. Desde la caída del Sexto Ejército alemán en Stalingrado en enero de 1943,
pero sobre todo desde la batalla de carros de Kursk en julio de aquel año, la
guerra en Europa tenía ya un seguro perdedor que era la Alemania hitleriana. Lo
que aún había de dirimirse es cuántos vencedores habría. Atrás quedaban decenas
de millones de muertos –55 millones de víctimas directas de la guerra, se
calcula–, la devastación de grandes partes del continente europeo, sobre todo
en el este, y un nuevo tipo de genocidio que elevó la perversión humana a cotas
hasta entonces ignotas.
Gracias al desembarco
de Normandía en junio de 1944, pero sobre todo gracias a la indoblegable e
inaudita conducta y mérito de un solo hombre, Winston Churchill, que convenció
a una sociedad moderna como la británica de que era mejor morir que
pactar con la tiranía, la II Guerra Mundial no acabó con la dominación
soviética de todo el continente europeo. Sin las democracias en armas en un colosal
esfuerzo bélico trasatlántico, en la mejor prueba de todo un siglo de lo
necesarias que son las armas en las manos adecuadas, toda Europa, tras una
guerra mucho más larga, habría acabado siendo «liberada» por el Ejército Rojo.
Y Stalin habría tenido en toda Alemania, en Francia, en Italia y en España por
supuesto, títeres parecidos a los que impuso y sostuvo durante cuarenta años en
Europa central y oriental. Más allá de los juegos de ucronías, lo cierto es que
medio siglo después de aquella guerra y del aplastamiento de la dictadura
nacionalsocialista, cayó también la dictadura comunista en Europa. Con lo que
en cierta forma aquel desembarco de Normandía de junio de 1944 se prolongó, con
medios pacíficos, hasta las fronteras de la URSS.
Hoy estamos ante unos escenarios que creíamos superados en
los que proyectos ideológicos enemigos de la democracia vuelven a tener
popularidad y pujanza. Rusia se ha erigido en líder de una contraofensiva para
frenar y revertir ese permanente avance de la idea de la libertad y el Estado de
Derecho. Ucrania es escenario de este combate entre dictadura y democracia
cuando este último sistema vuelve a cuestionarse desde fuera y desde dentro
como en los años treinta en los que se gestó la contienda.
Setenta años después del apocalipsis en suelo alemán es
imprescindible recordarlo completo, desde sus comienzos. Desde el momento en el
que la tolerancia del mal y la aceptación del mismo bajo amenazas que llamamos
apaciguamiento, abrieron el camino para que Hitler se convirtiera en lo que fue
y la sociedad alemana fuera seducida a hacer lo que hizo. Que las democracias
aceptaran sin mayores aspavientos las leyes de Nuremberg de 1934 fue en
realidad la inauguración de Auschwitz. Celebrar la olimpiada de Berlín con
participación de todos y encendidos elogios a la Alemania hitleriana, cuando
dichas leyes estaban en vigor, hizo a todos culpables. Ceder territorios a
Hitler en los Sudetes fue el principio de la invasión de Europa. Creer que cada
uno podría protegerse por su cuenta granjeándose con concesiones la
benevolencia del tirano, fue el terrible error de políticos y sociedades.
Cuando hoy sucede algo así y sucede con frecuencia, no tenemos siquiera la
excusa de que todo aquello –invasión, nazismo, Holocausto, devastación– era
inconcebible. No lo es, porque ha pasado. Y hace solo setenta años.
El final del Tercer Reich
11 de enero - 9 de mayo de 1945
Al inicio de 1945 los aliados luchan por sobrepasar las
fronteras del ‘Reich’. Británicos y estadounidenses rompen la Línea Sigfrido y
atraviesan el Rin internándose profundamente en Alemania. El Ejército Rojo
empuja a la ‘ Wehrmacht’ del Vístula al Oder y luego cerca Berlín. Americanos y
soviéticos se encuentran en el Elba culminando la derrota nazi.
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