LA ISLA Y LOS BALSEROS
Por HERMANN TERTSCHABC 21.04.15
Europa es una isla de afortunados en muchos sentidos.
Hundirla bajo el peso de un tsunami descontrolado no ayudaría a ningún náufrago
¿CUÁNTAS
muertes va a ser capaz de soportar Europa en el Mediterráneo de sus vacaciones
playeras sin hacer algo más que llevarse las manos a la cabeza? ¿Y qué va a
hacer Europa cuando el ritmo de los barcos hundidos y de los relatos publicados
y emitidos, cada vez más detallados, más personalizados, con nombres propios de
las víctimas de la tragedia, se hagan insoportables para sus opiniones
públicas? ¿Qué van a hacer contra los traficantes de inmigrantes que, como en
el siglo XVIII, han creado ya pujantes organizaciones que controlan vías a
través de todo el continente hasta las costas libias? Con la misma brutalidad
que los peores negreros de antaño, esos traficantes de hoy comparten negocio
con el yihadismo islamista, cuando no son ellos, en esa costa de Libia que ya
han privatizado para sus fines. Tolerancia en la frontera no es opción. Esa
noticia vaciaría los países africanos, no de pobres y desesperados como algunos
creen, sino de sus capas formadas y su escasa clase media. En las terribles
bodegas de esos barcos se juntan fugitivos de la guerra siria con emigrantes de
Bangladesh y el África negra. Pero no son los pobres si no los que pueden
pagar. Devolverlos a las costas solo sube el precio de volver a intentarlo.
Intervenir militarmente en Libia es otra opción. Entrar a destruir las
organizaciones de traficantes y a los yihadistas. Pero eso supone una guerra
abierta contra el Estado Islámico en la región. Para eso hay que estar
dispuesto a entrar a mancharse las manos en Libia y traerse cadáveres propios
y, para los delicados estómagos europeos, eso es algo aún más difícil de
digerir que mil muertos ahogados a la semana. ¿Pero, y si son diez mil o cinco
veces eso? ¿Qué nos amargaría más nuestra vida, diez mil muertos semanales de
africanos ahogados o mil ataúdes de soldados europeos?
Quien diga que tiene la solución miente. Quien pretenda que
esa presión va a reducirse con ayuda al desarrollo se equivoca. Esas gentes
tienen prisa. Huyen de sociedades y estados fracasados, de culturas paralizadas
y crueles. Muchos de ellos viven en sus países mejor que los demás. Pero les
urge salir porque quieren otra cosa. No buscan sobrevivir sino mejorar. Por
mejorar, por perseguir ideales arriesgan la vida. Es el sueño de la prosperidad
y la libertad. Buscan el bienestar que ha sido capaz de generar el capitalismo
allá donde hay libertad. En Asia como en Europa o América. Por eso es grotesco
que, una vez más, el coro del izquierdismo y el buenismo europeo se dé golpes
de pecho, culpe al capitalismo de los muertos ahogados y exija la apertura de
las fronteras. La entrada masiva y no regulada de inmigrantes del Tercer Mundo
en Europa no solo dinamitaría las democracias europeas. Podría destruir en poco
tiempo todo equilibrio de la convivencia, legalidad y seguridad. Y abocarnos a
la deriva hacia sociedades fracasadas no muy distintas de aquellas de las que
huyen hoy los inmigrantes. Europa necesita inmigración, mucha, pero ha de ser
por fuerza reglada. Es patético ver al izquierdismo europeo acusar al
capitalismo de naufragios y tragedias. Ellos, acostumbrados a que los seres
humanos mueran huyendo de sus regímenes, no aceptan que aquí arriesguen la vida
por llegar al sistema más humano, libre y eficaz. El que ellos quieren
sistemáticamente destruir. A la izquierda radical solo parecen quedarle ya como
argumento y aliado el islamismo y la cristofobia y un tercermundismo que es
«racismo antiblanco», como dice Michel Houllebecq. Europa es una isla de
afortunados en muchos sentidos. Hundirla bajo el peso de un tsunami descontrolado
no ayudaría a ningún naufrago. Y nos convertiría a todos en balseros
potenciales.
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