GÖTTWEIG Y EL RETORNO DE LOS BÁRBAROS
Por HERMANN TERTSCHABC Viernes, 19.06.15
Grecia es el principal ejemplo de cómo la irracionalidad del
populismo logra triunfar en un país miembro
EL monasterio
benedictino de Göttweig ha vivido muchas épocas terribles en sus más de mil
años de historia. Ha sido inmensamente rico, influyente y poderoso por el
capricho de reyes y emperadores y las maderas y el vino de sus tierras en el
valle del Danubio a sus pies. Ha estado varias veces casi abandonado, habitadas
sus formidables murallas por un puñado de monjes hambrientos y vagabundos, a
punto de convertirse definitivamente en ruina. Y siempre ha vuelto a florecer.
Ha ardido y ha sido reconstruido. Su biblioteca de 130.000 volúmenes supera en
tamaño a la célebre de la también benedictina abadía de Melk, en la que Umberto
Eco se inspiró para su novela de El nombre de la rosa. Göttweig es un monumento
de Europa y de sus avatares históricos y geográficos, estuvo en el centro del
mundo y arrinconado cuando le pusieron un telón de acero a pocos kilómetros,
celebrado unos siglos y olvidado en otros. Junto a la principal arteria fluvial
europea, conocido como el Montecassino austriaco, dominaba el valle sobre el
penúltimo tramo de la ruta de la seda y las cruzadas hacia el valle del Rin,
Colonia, París y Londres. Hubo en el valle mucha industria del pillaje y peaje.
Allí sobrevivió Göttweig a las batallas que se libraron muy cerca en 1945
cuando el monasterio hermano de Montecassino en Italia era ya escombros. Todo
ha dejado huella. Nada ha acabado con la serena reflexión, la observancia de la
Orden de San Benedicto y la culta racionalidad de un bastión del saber y
entender.
En Göttweig sonaron
hace unos días de nuevo frases de preocupación. Como cuando llegaban noticias
del ataque de los tártaros a Cracovia, de los avances del sultán Mehmet II ante
Constantinopla, el asedio a Viena, las tropas de Napoleón junto a Melk, los
prusianos en Silesia, Hitler ante un millón de vieneses en el Heldenplatz o los
tanques soviéticos al otro lado del río. Europa está en una encrucijada de
nuevo. Entre racionalidad y barbarie. Desde hace veinte años se reúnen en el
Europaforum Wachau políticos, académicos, diplomáticos, filósofos, escritores y
algún periodista de toda Europa. Desde el primer ministro serbio, Aleksander
Vucic, al vicepresidente del Gobierno checo, Andrej Babis, a la ministra de
Defensa de Georgia, Tinatin Khidasheli, al comisario de Política de Vecindad y
Ampliación en Bruselas, Johannes Hahn, decenas de participantes de toda Europa
compartían un diagnóstico alarmante que identificaba varios focos principales
de amenaza para Europa, su libertad y su prosperidad. Proceden de la agresión
militar de Rusia en el este, de la amenaza yihadista y la inmigración masiva y
sin control, pero aún más que esos, del populismo y el nacionalismo que pueden
dinamitar la Unión Europea desde dentro. Grecia es el principal ejemplo de cómo
la irracionalidad del populismo, en este caso de extrema izquierda, logra
triunfar en un país miembro para crear un cuerpo extraño que rompe las reglas,
pervierte todo el funcionamiento de las instituciones europeas y lleva a su
práctico bloqueo. Aunque la mayoría ya comparte las tesis de Wolfgang Schäuble
en contra de una canciller Angela Merkel que no se atreve a reconocer que
Grecia, con su proyecto neocomunista, es ya incompatible con el funcionamiento
de la UE. Todos procedían de países afectados por la devastación de las
ideologías redentoras y criminales del siglo pasado. Todos miran asustados a
España, donde se perfila otra gran derrota de la racionalidad. Y un triunfo de
esta tóxica mezcla populista de pensamiento mágico e ideología comunista que
amenaza con dinamitar las posibilidades de Europa de reformarse. Y de
sobrevivir así con relevancia, con dignidad y capacidad para defender su
libertad y bienestar en el mundo globalizado.
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