LOYOLA, LA VALIENTE In memoriam
Por HERMANN TERTSCHCUADERNOS de pensamiento político
Abril/Junio 2007
Fundación FAES
In
memoriam
LOYOLA,
LA VALIENTE
Loyola vino a verme con una inmensa botella de Moët Chandon
contraviniendo las normas de la Fundación Jiménez Díaz. Venía encantada, recién
llegada quién sabe de dónde como siempre. Era septiembre del 2005 y horas
después de que una feliz biopsia constatara que el pedazo de pulmón que me
habían quitado sólo albergaba alguna siniestra basurilla encapsulada
inofensiva, recuerdo de alguna infección propia de la biografía insana de un
corresponsal fumador en el Este de Europa. Sus inolvidables dedos domeñaron el
alambre, saltó y sonó el corcho y Loyola soltó un brindis teutónico, un
“prosit” en voz alta y clara, con esa sonrisa ancha y aquella mirada limpia que
siempre han sido para mí esos envidiables y emocionantes signos de vitalidad
que Loyola emitía siempre como permanentes gestos de amor a la vida.
La
historia se repetía. Treinta años antes había sido la prima Loyola la primera
en asomarse también a una cama de hopital en Segovia donde yacía yo con una
perforación de estómago de la que salí vivo como siempre con mucha suerte. Allí
estaba la jovencita conductora temeraria con mi madre, Felisa, la hermana mayor
de la suya, muerta ya, muy joven, también de ese cáncer que acecha en la
familia por todas las ramas del árbol.
Allí
estaba ella sonriente, vital, optimista, imbatible. La que desde que éramos muy
pequeños en nuestra casa familiar en Deva y en Urrijate nos sacaba de la cama
para insuflarnos vida y actividad, optimismo y curiosidad, para llevarnos a la
playa también cuando el monte Arno tendía su capota de nubes sobre las laderas
y parecía querer condenar a los niños a no ver el sol. Nos torturaba con la
agitación al baño y la inmersión en una playa de Saturrarán, frente a la casa
del viejo Areilza, en la que la única de la familia que se atrevía a bañarse
con aquellas nubes era ella y todos los que hacían pesca submarina se desviaban
discretamente hacia el bar cuando se enteraban de que Loyola saldría de las
pozas con más lubinas, pulpos y sargos que nadie.
Loyola
era mucha vida y risa. Pero su vocación por sacarnos a los pequeños de la casa
para bucear o nadar sólo era una vertiente más de la vocación que tenía por
hacernos vivir la vida abierta sin miedos, embustes o refugios gratuitos. Lo
hacía en la mar, en el velero y en la pesca y lo hacía en un terreno como el
político donde poca gente tan generosa ha desplegado su fantasía, valor,
pundonor y energía sin el menor temor sobre las consecuencias de sus actos y
palabras por saberse profundamente inmensa en la sinceridad inmediata.
Estaba
fascinada con Manuel Fraga Iribarne, un reformador pero ante todo un político
con vocación de integración y claridad y proyecto de Estado. Aún estaban lejos
unos relativismos culturales y políticos que Loyola detestaba porque los
consideraba la antítesis de la tolerancia y una nueva forma de supersticiones
políticas y del encanallamiento fácil que sólo desarma a las sociedades frente
a los totalitarismos. Loyola detestaba esos determinismos a los que yo entonces
me atenía como izquierdista, porque creía en el ser humano y en su esencia y
abominaba de los experimentos sociales.
Loyola
y yo en los años setenta hablamos mucho de política desde extremos opuestos y
yo hoy sé que ella hablaba desde la convicción limpia y yo desde las tablas de las
ideas que sujetan al yo y no al contrario. Mis amigos y camaradas por entonces
estaban en el Partido Comunista de Euskadi. Mucho nos divertimos y peleamos.
Gracias a Dios ganó ella. Al menos entonces. Pero ambos sabíamos, también los
demás en la familia, que éramos parte de una España que surgía en pluralidad y
que por primera vez consideraba las tragedias de los enemigos de la guerra como
dramas propios y que el luto por los muertos de la familia no era otro que el
necesario por todos los asesinados en una guerra terrible cuyas cicatrices sólo
podían curar con la compasión hacia todos.
Nadie
puede imaginar cuánto tuvimos en común Loyola en sus Nuevas Generaciones de
antaño y yo, el joven arrogante comunista del EPK, ya lector de Semprún, de
Glucksmann, de Solzhenitsin, de Bulgakov y Michnik. Loyola los leyó a todos
también. Y ella más que nadie supo desde su amor a la libertad y su rigor hacia
la verdad, su devoción para con los hechos, ver cuáles son los mimbres tenues y
buenos con los que se teje la convivencia civil en dignidad.
Fue
ministra, comisaria europea, política sabia y dura a un tiempo, fiel seguidora
de esa convicción si no marxista sí enciclopedista, profundamente ilustrada y
liberal de que la mejor política la hacen la aptitud, la competencia, el
estudio y la pasión por la gente, por la vida y por la libertad de todos
nosotros de crearnos una realidad en la que poder ejercer nuestras ansias de
felicidad, nuestro derecho a buscar el amor y la plenitud con la rotundidad que
nuestra identidad como seres humanos, como personas dotadas de alma con
vocación de trascendencia exige. Disfrutaba a raudales con la vida, con la
acción como con el pensamiento que en los últimos años tuvo su quiebro
reflexivo. Esta mujer católica, vasca, española, europea y libre era puro amor
a la vida y se convirtió, sin saberlo ni pretenderlo, en ejemplo, como se vio
cuando murió.
Mucha
mezquindad de quienes temían su honestidad, valentía y brillantez tuvo que
retirarse avergonzada. Y el testimonio de reconocimiento demostró lo faltos que
estamos de personas de la estatura de ella, de Loyola.
Loyola
creía en la política como vocación de servicio. Creía en el ser humano como
fuerza inagotable de riqueza, pensamiento y amor. Y creía en la sociedad como
estructura en la que la política fomenta la felicidad de estos seres humanos
que son en sí mismos el tesoro de la vida inteligente. Ella celebró varias
veces que yo no me muriera y, al final, me hizo ese triste quiebro de irse
antes que yo. Pero sé que ella siempre supo que aquello no era el final y a mí
me tiene cada día más cerca en esta magnífica fuerza.
Loyola,
como todas las otras almas gemelas y amigas que me acompañan en uno u otro
momento del paso por esta vida, son mi guía y mi compañía en una singladura que
yo no creo ni mucho menos tan breve como nuestras vidas aparentan.
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