LA VIDA VA EN SERIO
Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes,
03.11.17
España no debió permitirles equivocarse hasta el final
«QUE la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más
tarde…». Las escenas ayer a la caída de la tarde alrededor de la Audiencia
Nacional evocaban esos versos iniciales del célebre poema de Jaime Gil de
Biedma. Casi puntualmente a las seis se había sabido que siete miembros de la
Generalidad iban a ser enviados a prisión como cabecillas de un golpe de
Estado. Como dirigentes de una amplia conspiración criminal. Resulte probada o
no esta operación ante los tribunales, lo cierto es que ninguno de los acusados
ha negado querer arrancar a España parte de su territorio y población para
fundar un cuerpo ajeno y hostil. No es una empresa menor. Por la gravedad
inmensa de sus efectos sobre las vidas de 47 millones de españoles que
quedarían sin la patria en la que nacieron decenas de generaciones de
antepasados antes que ellos. Por el terrible trauma que supondría para las
relaciones humanas y la sociedad mutilada que esa ruptura dejaría a ambos lados
de una herida que surcaría un cuerpo crecido unido desde que fue provincia
cristiana del Imperio Romano. Han estado años volcados en esta empresa a
sabiendas de que era ilegal y criminal. Desde hace un lustro no se han dedicado
las autoridades autonómicas catalanas a otra cosa. Sin disimulo ni pudor. Full time y full credit. Han gastado ingentes cantidades de dinero en ello.
Han movilizado todo el capital ideológico xenófobo y mentiroso que se cultiva
en varias regiones españolas desde que se otorgó a partir de 1978 una carta de
privilegio a los nacionalismos antiespañoles. La arrogante hispanofobia
supremacista ha sido su razón suprema política y de identidad.
Ayer, sin embargo, los amigos de la causa, cómplices de los
imputados en la causa de rebelión, sedición y malversación, parecían todo menos
aguerridos luchadores. Ayer no tronaban sus desprecios ni sus amenazas a
España. Concentrados como un deslavazado grupo humano en la plaza ajardinada de
la Villa de París, todos se mostraban traumatizados por la noticia. Alguno
lloraba, muchos hacían muecas al borde de las lágrimas, se miraban consternados
en incomprensión. No se lo podían creer. Sus jefes, los menos indignos, los que
no se esconden como comadrejas en el grotesco laberinto belga, iban camino de
la cárcel. En España acababa de pasar lo que en cualquier otro país europeo
habría pasado mucho antes. El Estado ejerce su legítimo derecho al uso de la
fuerza para la defensa del bien común y de las leyes y sus instituciones.
Cierto que, como siempre, lo que hace bien lo hace tarde. Y probablemente se
queda corto a la hora de usar la fuerza legítima de sus leyes –el artículo 155–
para reordenar lo tanto tiempo desordenado. Para erradicar ese venenoso
malentendido tolerado durante cuatro décadas. Que hace creer a los
nacionalistas que pueden disponer del patrimonio de todos. Hay una dosis de
injusticia en este castigo por parte del mismo Estado que no sacó antes a los
nacionalistas catalanes del malentendido. Lo tenía que haber hecho hace 35 años
y lo debió hacer siempre. Y hace seis meses, seis semanas o seis días. No lo
hizo. Los encarcelados crecieron creyendo que son mejores que los demás
españoles y pueden hacer lo que otros no con lo que pertenece a todos. Han
pasado la vida jugando a pretender ser superiores a los demás, a violar las
leyes comunes y no tomar en serio a España. Y España lo permitió. Toleró la
impunidad por el interesado desinterés de sus gobiernos centrales. El Estado no
cumplió con su deber y les permitió equivocarse hasta el final. Debió avisarles
hace mucho, fehacientemente, de que la vida va en serio.
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