REICHSKRISTALLNACHT
Por HERMANN TERTSCHABC Sábado, 09.11.13
«QUERÍA avanzar un poco en mi
trabajo antes de volver a mis notas del diario. Pero entonces llegó una
desgracia tras otra, puede decirse que la tragedia. Primero enfermedad, después
accidente con el coche y después el affaire de los tiros de Grünspan, la persecución,
desde entonces la angustia por emigrar». Quien así escribe el 22 de noviembre
de 1938 es Víctor Klemperer, excusándose con su diario por haber estado semanas
sin hacer su habitual anotación. «El affaire de los tiros de Grünspan…».
Klemperer, judío, el célebre profesor de Filología de Dresde, escribiría años
después el imprescindible libro sobre el lenguaje del nazismo «Lingua Tertii
Imperium» (LTI). Sus diarios, desde 1933 a 1945, son un impresionante documento
de la inverosímil supervivencia de un intelectual judío bajo el régimen
hitleriano. Se refería Klemperer en su anotación del 22 de noviembre a Herschel
Feibel Grynszpan o Grünspan. Era el joven judío que había acudido a la Embajada
alemana en París aquel aciago 7 de noviembre, solicitando ver a un diplomático
y disparando cinco veces a Ernst vom Rath, que había salido a atenderle.
Grynszpan lo hizo en plena ofuscación, tras saber que su familia de origen
polaco había sido deportada por las autoridades alemanas.
Trágica decisión de venganza fue la de Grynszpan. Porque le
costó la vida al joven diplomático, que murió dos días más tarde. Porque habría
de costar muchas más vidas. Y porque a la postre aquel arrebato puso en marcha
la más brutal y cínica represalia masiva tomada por un Estado europeo en pleno
siglo XX contra parte de su propia población. Fue la más calculada y organizada
de las «reacciones espontáneas» imaginables. De terribles efectos. La
indignación por el «crimen judío» contra el diplomático alemán fue agitada por
la prensa desde el primer momento. Pero fue al saberse, en la tarde del día 9,
de la muerte de Vom Rath cuando Hitler y su ministro de propaganda Joseph
Goebbels tomaban las riendas.
Hitler y Goebbels se hallaban en Munich con toda la cúpula
del régimen, conmemorando el frustrado golpe de Estado de 1923, el «Putsch de
la cervecería» por el que Hitler y Rudolf Hess cumplieron condena. Aquel
intento de golpe de Estado y los años que el Führer había pasado en el penal
bávaro de Landsberg, donde escribió su obra «Mein Kampf», formaban parte de la
épica hitleriana y del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (NSDAP).
Goebbels escribió en su diario el 10 de noviembre: «Ayer: llego a la recepción
del partido en el viejo ayuntamiento. Tremendo el ambiente. Le explico al Führer
la situación. Decide: que sigan las manifestaciones. Retirar a la policía. Que
los judíos sientan la ira del pueblo. Así debe ser. Doy órdenes de inmediato a
policía y partido. Después hablo ante toda la dirección. Aplausos tempestuosos.
Todos se lanzan a los teléfonos. Ahora va a actuar el pueblo. Escribo una breve
circular en la que digo qué se debe hacer y qué no. Ya están las tropas de
asalto cumpliendo. Aviso en Berlín (...) que hay que demoler la sinagoga de la
calle Fasanen. Me responde: Un encargo de gran honor».
Por entonces anochecía. Comenzaba en toda Alemania la
pesadilla en una inmensa orgía nacional de incendios y muertes, asaltos,
apaleamientos y las más terribles humillaciones a la población judía del Tercer
Reich. Habría de ser recordada como la Reichskristallnacht, la noche de los
cristales rotos. O también, con un nombre menos equívoco, el Novemberpogrom. El
9 de noviembre, hoy, se cumplen 75 años de aquella conversación de Hitler con
Goebbels en Múnich, en la que se decretó y organizó en horas el mayor pogromo
de la historia. En la milenaria historia de la persecución de los judíos hubo
pogromos más sangrientos. Pero ninguno de estas dimensiones, en todo el Reich,
simultáneo en Graz y Danzig, en Stuttgart y Breslau, en Viena, Berlín y Hamburgo.
El balance de muertos se situó, de forma aleatoria, en 91, porque muchos de los
judíos detenidos aquella noche «para su protección» murieron en palizas en días
siguientes. Y miles de judíos se suicidaron en las semanas siguientes, en el
pánico y la desesperación de no poder salir del país por no conseguir un visado
de un país de acogida. Otros muchos acabaron sus vidas en los campos de
concentración y exterminio. Las sinagogas destruidas fueron cerca de 1.500 y
los comercios, viviendas y demás propiedades judías asaltadas y parcial o
totalmente destruidas, muchos miles. Pero las trágicas consecuencias de aquella
noche van más allá de los daños de aquel salvajismo y la crueldad sádica
desplegada.
Muchos historiadores ven en
esta noche el punto de no retorno del régimen hitleriano en el proyecto
genocida que llevaría al Holocausto. Dicen que fue la última oportunidad real
de las élites alemanas para haber evitado guerra, crimen y hundimiento. Para
haber derrocado al criminal y sus huestes. Y haber salvado el honor propio y de
la patria. Pero también fue la última ocasión del mundo exterior para hacer un
frente común contra Hitler. Y para salvar a muchos judíos. No fue así. En pocas
semanas emigraron tantos judíos como en los cinco años anteriores. Pero los que
no lo hicieron fue porque no consiguieron visado a ninguna parte. Y si los
judíos temblaban por su vida, el pueblo alemán se hundía en su complicidad con
los criminales que lo gobernaban. Como decía una nota de la policía de la
ciudad de Innsbruck «para evitar más disturbios se hallan detenidos por su
propio bien muchos judíos. La voluntad del Gobierno del Reich de resolver el
urgente problema de estos huéspedes indeseables por medios legales, evitará que
sean necesarios nuevos excesos». Atiéndase el lenguaje, la LTI que Klemperer
estudió. Todos los diques de la ley, el respeto, el pudor y la compasión
cayeron uno tras otro y por este orden en aquellas horas, tal día como hoy en
1938. Mil millones de marcos del imperio habrían de pagar las comunidades
judías por los daños ocasionados. Desde aquella noche, nadie podía llamarse a
engaño sobre la naturaleza criminal, amoral e inhumana del régimen. No es
cierto que la mayoría de los alemanes participara en aquella inmensa orgía de
violencia y sádica crueldad. Pero sí lo es que fueron muy pocos los que se
atrevieron a defender a sus vecinos judíos. La sociedad alemana asistió así con
pasividad a la consumación en su seno de una monstruosidad bárbara que todos
hasta entonces habrían considerado impensable en aquella gran nación de
cultura. Y confirmó tristemente la sentencia de Edmund Burke: «Para que triunfe
el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada».
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