¿CUÁNDO QUEMAMOS LIBROS?
Por HERMANN TERTSCHABC Martes, 02.12.14
Sería peligroso para la historia inventada que las
bibliotecas albergasen libros que hablen de la historia real de Cataluña,
siempre española
LA Generalidad de Cataluña ha ordenado retirar la estatua
de Isabel II del Palacio de Pedralbes. No se ha anunciado dónde la van a
esconder. Sí sabemos dónde van a esconder los comerciantes de Tarragona sus
«souvenirs» españoles clásicos, como la bailaora, el toro o el caballo de
Jerez. En la trastienda y siempre lejos de la mirada de los turistas. Así lo
dispone la orden municipal que firmó hace unos días el alcalde del Partido
Socialista (PSC). Ha llegado la hora de esconder la realidad que contradiga al discurso.
Ha llegado la hora de destruir el testimonio de la realidad pasada para
evitarle fisuras a la verdad oficial inventada. Se empezó hace mucho a esconder
y enterrar vestigios de España. Se comenzó por la simbología, la toponimia, el
callejero. Desde los retratos oficiales y la bandera nacional a los nombres de
calles y lugares. Como en el País Vasco. Se inventaron nombres absurdos para
hacer olvidar otros milenarios. Se fabularon hechos, personajes, gestas y
anécdotas, para nuevos trípticos y libros turísticos cuya única verdad impresa
es casi el precio. Lo más importante por supuesto se hizo en las escuelas,
donde desde hace treinta años se educa en la mentira y el odio a España. Todo
con la ayuda y empatía de una izquierda española que asumió ideología y
literatura que pretenden que España es poco menos que un invento de Franco y el
franquismo un régimen de curas, militares y marqueses que aplastaban ellos
solos a un bravío pueblo antifranquista. ¡Cuánta mentira! Y con cuánta cobardía
se acató por parte de todos lo que sabían que todo era una inmensa fabricación
interesada. Cuánta complicidad de los españoles aterrorizados a ser
estigmatizados como franquistas o derechistas por una izquierda y unos
nacionalismos separatistas que se adueñaron del discurso oficial tolerado, de
la corrección política vigente. Quien levantó la voz para denunciar los
atropellos de cambios de nombres, la desaparición de una toponimia castellana
milenaria en las regiones afectadas, la sustracción sistemática de la verdad histórica,
la inundación de consignas y prejuicios contra España en los libros de texto,
fue tachado de fascista, casposo y reaccionario. La intimidación fue
vergonzosamente eficaz. La inmensa mayoría de los españoles adultos que debían
haber levantado la voz callaron. Los difamados como fascistas quedaron
marginados y olvidados.
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