CANTO A LA BUENA FE
Por HERMANN TERTSCH
ABC Martes, 07.07.15
Cuando un grupo de países esclavizados todos por el
comunismo pudo liberarse y elegir, todos quisieron entrar en esa comunidad de
la buena fe
HACE
ahora 70 años, con el final de la II Guerra Mundial, la Europa occidental que
tuvo, salvo excepciones, la suerte de volver a gozar de libertad y democracia,
se ingenió y desarrolló unos instrumentos muy básicos para intentar evitar que
ese odio, que había convertido en dos ocasiones todo el continente en un
desierto de escombros, no volviera a surgir. Y para ello fomentó primero el
comercio y la industria conjunta para que los pueblos y la gente tuviera
intereses comunes, que cuanto más fuertes fueran más sólidos obstáculos serían
para cualquier estallido de diferencias étnicas o ideológicas. Así comenzó,
como un intento de crear mecanismos para hacer imposible una nueva guerra entre
los dos grandes, Francia y Alemania, una aventura de cooperación que no dejó de
crecer, intensificarse y fortalecerse desde entonces. Y que fue ampliándose a
cada vez más países, que todos accedían voluntaria y muy gustosamente a formar
parte de esa comunidad de derecho que ofrecía cada vez más ventajas a sus
miembros. Muy pronto era ya una asociación de Estados con mucho prestigio y con
gran influencia y creciente riqueza. Pero su principal atractivo, su principal
valor era, nadie podía dudarlo, la buena fe.
Todos los miembros de aquella comunidad a la que habían
llegado con ansias de superación, con esfuerzos por igualarse por arriba con
los más desarrollados y mejor dotados, estaban allí porque querían estar. Y
porque les era una satisfacción y un orgullo. Todos querían aportar lo mejor de
sí mismos para que aquella extraña y magnífica alianza sin precedentes, cuyo
único fin real era la paz entre todos sus miembros, el desarrollo y la
prosperidad de sus sociedades y la libertad y seguridad de sus miembros,
funcionara cada vez mejor y fuera capaz de extender sus confines para ofrecer
todos aquellos bienes tan escasos en el mundo a los vecinos que se sintieran
atraídos y capaces de participar. Las condiciones para entrar estaban claras.
Había que ser democrático, había que desear y promover la paz, había que
garantizar la libertad y los derechos humanos y civiles, y había que prometer
probidad y honradez en el trato, así como el cumplimiento de los acuerdos y la
palabra dada. Como no toda la vida es un cuento tan bello, con la llegada de nuevos
miembros, cada vez más distintos y de países más lejanos entre sí, aumentaron
las diferencias de condiciones, de historia, de nivel económico y de carácter.
Y tantas diferencias trajeron inevitablemente consigo la diferencia cada vez
mayor de intereses y objetivos. Hacerlos coincidir o ser al menos compatibles
se convirtió en una tarea laboriosa. Y se agravaron los problemas y llegaron
las crisis y el europesimismo y el eurofatalismo. Y sin embargo, cuando un
grupo de países esclavizados todos por el comunismo pudieron liberarse y
elegir, todos quisieron entrar en esa comunidad de la buena fe. Porque se daba
por hecho que todos compartían los principios elementales de la defensa de la
libertad y cooperación y a partir de ahí todas las dificultades eran
superables. Todos pecan porque son imperfectos. Pero se buscan soluciones entre
todos. Pero aquella insólita comunidad de la buena fe estalla cuando uno de los
miembros se convierte a una ideología que es incompatible con la comunidad.
Porque es incompatible con la libertad. Entonces ese miembro comienza a hacer
trampas y a ejercer la coacción hacia otros. Y exige y no cumple. Y desprecia
la palabra dada y gasta lo de los demás. Y se convierte en un matón que
aterroriza y chantajea a los demás. Y allí muere la buena fe.
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