EL AGRAVIO QUE TODO EXPLICA
Por HERMANN TERTSCHABC Viernes, 28.08.15
Los Flanagan de todo tipo consideran que el hecho de haber
sido objeto de agravios les otorga el derecho de tomar medidas más allá de las
leyes
EL periodista Vester
Lee Flanagan lo dejó claro en su testamento. En nada menos que 23 folios que
mandó a la cadena ABC en su último y patético esfuerzo por pisar posteridad. Es
la explicación y la justificación, y pretende además ser el legado del necio
justiciero. Vester mató a tiros a dos colegas porque vivían mejor que él. Eso
le dolía. Se sentía profundamente agraviado. «(…) Mi ira ha ido creciendo a lo
largo del tiempo. He sido un barril de pólvora humano durante mucho tiempo».
Pobre. Resulta que el asesino había cumplido los 41 años y las cosas le iban
mucho peor que a Alison Parker que tenía 24 y a Adam Ward de 27. Aquello tenía
que tener alguna explicación más allá de que él fuera un descerebrado de tan
malos modales que tuvo que ser escoltado hasta la puerta el día que le dieron
el finiquito en la cadena de televisión local, ahora trágicamente famosa para
una semana. Y la explicación era más que obvia. Todo el talento maravilloso que
poseía, su triunfo mediático y la fama eran boicoteados y saboteados por la
empresa televisiva, por su pueblo y por el mundo. Por Alison y Adam. ¿Y por
qué? Porque era negro y homosexual. Y porque sus dos colegas a los que tan bien
iba el trabajo y la vida y tan insultantemente felices y satisfechos se
mostraban, eran blancos y rubios y heterosexuales. Canallas. Blancos como los
policías que son racistas cuando matan negros, pero no cuando matan blancos. El
discurso del agravio funcionó.
Vester Lee Flanagan
sufría la bárbara injusticia contra él por una conspiración racista y homófoba.
Era más necesario que hiciera algo. La épica del justiciero para vengarse a sí
mismo, condimentada a la postre con una referencia a la matanza racista en una
iglesia de la comunidad negra en Charleston. Por eso se lió a tiros con la
pareja de periodistas blancos y heterosexuales. Dirán que estaba loco, que lo
estaba. Pero obedecía a la lógica dominante en las sociedades desarrolladas y
muy especialmente en EE.UU., patria de la discriminación positiva. Cuando en
una sociedad democrática se aplica de forma distinta la ley a unos ciudadanos y
a otros y se hace evocando agravios pasados, es comprensible y habitual que
miembros de las diversas comunidades valoren sus agravios de forma distinta y
también gradúen ellos el respeto que han de tener a la ley para hacer justicia
o venganza. Los desmanes, abusos y crímenes se explican permanentemente con
agravios sufridos en la infancia, en la vida, en la vida de los padres o
incluso en la de los ancestros de los responsables.
Los Flanagan de todo
tipo, individuos dispersos o comunidades organizadas, consideran que el hecho
de haber sido objeto de agravios –reales, supuestos– les otorga privilegios, el
derecho, cuando no el deber, de tomar medidas más allá de las leyes. No todos
los casos son tan terribles como el de Virginia. O como las tragedias
resultantes de las leyes de la ideología de género. Hay algunos hasta
divertidos. En España, los ciclistas se consideran tan maltratados por los
coches que creen que ellos no tienen que respetar las reglas de tráfico. Los
manteros no entienden cómo se puede ser tan racista como para pedirles que
paguen impuestos como los demás comerciantes. Y los nacionalistas, siempre
agraviados, montan un golpe de Estado después de violar todas las leyes y
sentencias que han querido, y se ofenden cuando alguien sugiere que no habría
que financiarles el crimen político. El agravio lo disculpa todo.
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