STEFAN ZWEIG EN PALMYRA
Por HERMANN TERTSCHABC Viernes, 21.08.15
Quizás Jaled Al Asaad decidió que su tiempo había pasado y
que no quería vivir ningún otro en el que todo lo bello y bueno fuera negado
LO degollaron en la
plaza pública, le cortaron la cabeza, lo colgaron de los brazos a una farola en
el centro del pueblo y colocaron su cabeza bajo los pies. Precariamente sujetas
a las orejas y la nariz, sus gafas de intelectual. Muy francesas. Aunque podían
haber sido de cualquier capital europea o árabe, de las muchas que visitó
Khaled Al Asaad en su larga vida profesional como científico de la antigüedad,
como uno de los grandes arqueólogos sirios y experto en el helenismo. Al Asaad
era el arqueólogo jefe de las ruinas y excavaciones del oasis de Palmyra, una
gema de la antigüedad, una joya del arte, de la creación, la sensibilidad y la
belleza de que es capaz el ser humano, preservada en pleno desierto sirio para
asombro y disfrute del mundo. Al Assad era el guardián de esta ciudad en el
oasis y cruce de caminos. Fue capricho del emperador Trajano como de la mítica
reina Zenobia y dos milenios después es Patrimonio de la Humanidad por
declaración de la Unesco. En dos mil años habrá sucedido casi de todo en
Palmyra. Pero quizás hoy sufra los momentos más tenebrosos de su milenaria
existencia. Porque el pasado 20 de mayo tomaban al asalto la ciudad las fuerzas
fanáticas del yihadismo del Estado Islámico, de IS o Daesh, llámenlo como
quieran. Lo hacían para controlar aquella encrucijada. Pero también para
combatir a los dioses falsos de los infieles y las herejías, sus imágenes,
símbolos y templos.
Estaba claro a qué
llegaban estos salvajes fanatizados. Son conocidas sus gestas destructoras por
Mesopotamia. Es proverbial ya su odio a muerte hacia todos los que protegieran
estas obras de arte y testimonios de un mundo completamente ajeno a la locura
ultrarreligiosa de estos guerreros primarios. Y sin embargo aquel 20 de mayo,
cuando aún podían irse antes de la inminente caída de la ciudad en manos de los
yihadistas, el anciano Jaled Al Asaad ordenó a su familia que huyera y se
pusiera a salvo con tantos miembros de la administración y sus gentes. Pero les
anunció que él permanecería allí en su Palmyra y que allí recibiría a los
conquistadores. El viejo arqueólogo despidió a todos y quedó atrás con todos
los que no tenían adónde ir. Él, que tenía conexiones internacionales que le
habrían hecho quizás más fácil que a nadie el encontrar un refugio allende las
fronteras sirias. Quizás creyera de verdad lo que dijo para tranquilizar a sus
familiares y amigos cuando todos partían. Que él hablaría con los líderes. Que
le respetarían por su autoridad y ancianidad. Y que con su presencia podría
evitar los peores daños a monumentos y yacimientos. O que podría utilizar sus
conocimientos como experto en ayudar a los yihadistas en su expolio y venta de
tesoros artísticos. Porque Daesh no solo destruye, también comercia con los
tesoros de la antigüedad. Y que a cambio podría preservar al menos parte de su
adorada ciudad grecorromana. O quizás no fuese tan iluso. Y supiera ya que
aquellos enemigos de todo lo bueno en lo humano iban a acabar con él. Pero al
final de sus días se negó a separarse de todo lo que le significaban la
belleza, la verdad y la emoción del amor. Del amor a aquellas piedras que eran
para él la vida que merece vivirse. Quizás Jaled Al Asaad, como Stefan Zweig en
Persépolis en 1942, cuando parecía que Hitler se quedaba con el mundo, decidió
que su tiempo había pasado y que no quería vivir ningún otro en el que todo lo
bello y bueno fuera negado. O quiso decirnos que la civilización que no sabe
defenderse frente la barbarie no merece ser vivida.
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