BUDAPEST, 1956: UN GRITO DE LIBERTAD
Por HERMANN TERTSCHABC Domingo, 23.10.16
«Era el 23 de octubre de 1956 y los jóvenes que acudían al
centro no podían imaginar que la fecha pasaría a la historia como una de las
fechas simbólicas del heroísmo colectivo y de la voluntad de una nación de
luchar y morir por su libertad y dignidad»
LOS turistas en esa joya de gran ciudad fluvial
centroeuropea que es Budapest tienen desde hace unos años una atracción añadida
a museos, palacios y cafés en una exposición permanente en la calle Andrassy
60. Durante muchos años en el siglo XX, la mera mención de esta dirección
producía escalofríos a los húngaros. Allí estaba la «Casa del terror», el
cuartel general de la Policía política, primero de nazis húngaros y alemanes
durante la II Guerra Mundial e inmediatamente después, y durante décadas, de
los comunistas. Que heredaron de los nazis el cuartel, los calabozos, los
métodos y hasta algunos verdugos. Ellos ampliaron los calabozos por los sótanos
hasta convertirlos en un inmenso laberinto subterráneo bajo los venerables
edificios de aquel barrio de bulevares de la alta burguesía. El chekismo
húngaro del AVH alcanzó cotas de sadismo legendarias. «Me tumbaron boca abajo,
uno se me sentó en el culo y me levantó los pies y otro me golpeó las plantas
con una barra de hierro hasta que eran un guiñapo de carne. Después de eso me
obligaron a estar nueve días de pie sobre las heridas, sin comer, beber ni
lavarme». Así describía su experiencia Bela Szasz, uno de los pocos
supervivientes a la purga de «titoístas» de 1949 en la que fue ejecutado Laszlo
Rajk, ministro del Interior comunista. A Rajk, Szasz y otros se les acusó de
titoístas, socialdemócratas y espías. Todo falso. Rajk había sido otro
comunista igual de implacable que sus verdugos.
Y, sin embargo, en un guiño peculiar de la historia, la
mentira y la injusticia con Laszlo Rajk lo habrían de convertir en el símbolo
del lamento nacional por toda la larga y cruel noche de crueldad,
arbitrariedad, mentira y terror. Sería el nombre de Rajk el que habría de
desencadenar el alud de acontecimientos insospechados y colosales que se
convertirían en el gran levantamiento nacional contra el imperio soviético, en
la gesta inspiradora de todas las insurrecciones contra la tiranía comunista.
Praga en 1968 sería, doce años después, el siguiente gran hito y trágica
frustración. Otros doce años más tarde, en 1980 y en Polonia, se pondría
finalmente en marcha la definitiva revuelta general de Europa oriental contra
el imperio soviético. Llegaría en 1989 con la caída del Muro de Berlín y la
reunificación alemana y europea. El 23 de octubre de 1956 húngaro desenmascaró
para siempre al poder soviético y expuso que la culpa no era de un hombre ni
cien, sino del sistema y la ideología comunistas.
Todo comenzó con la muerte de Stalin el 5 de marzo de 1953.
En Alemania Oriental y en Polonia estallaron revueltas. Fueron rápidamente
aplastadas. Moscú dejaba saber que, aun muerto Stalin, el imperio era
inamovible. Pero en Hungría se abrió pronto la lucha de reformistas y
ortodoxos. Antes de que, en el XX Congreso del PCUS, el líder soviético Nikita
Jruschov denunciara los crímenes de Stalin. Era una paradoja que el impulso
reformista de Jruschov llegara a Hungría cuando los estalinistas habían cerrado
el breve paréntesis abierto por el reformista Imre Nagy. Pero el XX Congreso
fue un muy duro revés para los estalinistas, y los reformistas húngaros habrían
de aprovecharlo. El 6 de octubre, fecha solemne porque en 1849 el Imperio
austriaco ejecuta ese día en Transilvania a los 13 líderes de la revolución de
1848, organizan en Budapest el entierro público de Laszlo Rajk y otros
dirigentes liquidados en 1949. Acuden centenares de miles. «Siete años han
estado los huesos de Laszlo Rajk, ejecutado por acusaciones falsas, en una
tumba sin nombre. Pero su muerte es ya un símbolo para la nación húngara y el
mundo. Los cientos de miles que desfilan ante estos féretros les presentan
honores, pero ante todo quieren, con apasionada esperanza y decisión
inamovible, llevar a la tumba a una época». Quien así hablaba en el discurso
fúnebre era Bela Szasz, compañero de Rajk, antes citado por las torturas que
sufrió. Aquel acto fue un golpe letal a la dirección de Rakosi. Los húngaros
comenzaban a creer que la libertad era posible. La chispa, como en 1848, fue un
memorándum de demandas al poder, esta vez no a Viena, sino a Moscú. Y se hizo
en la Universidad Técnica de Budapest, el 22 de octubre. Se exigían elecciones
libres, pluralismo político, prensa libre, reintegración de los símbolos
nacionales y el nombramiento de Imre Nagy como jefe del Gobierno. Pronto hubo
una demanda más: la salida de las tropas soviéticas de Hungría. Habían salido
de Austria un año antes, un envidiado precedente. Y se concluía con un
llamamiento a una concentración en memoria de 70 trabajadores polacos muertos
por la Policía en junio en Poznan. El cóctel explosivo estaba servido.
El día de la manifestación, hoy hace 60 años, la dirección
comunista entró en pánico. Era el 23 de octubre de 1956 y los jóvenes que
acudían al centro no podían imaginar que la fecha pasaría a la historia como
una de las fechas simbólicas del heroísmo colectivo y de la voluntad de una
nación de luchar y morir por su libertad y dignidad. Por la mañana, el poder
comunista había prohibido la manifestación. Cuando ya habían sonado los
primeros disparos, encargó al estalinista Ernö Gerö una alocución radiada que,
lejos de intimidar, incendió al país entero. A partir de ahí los
acontecimientos escapan a todo control. Y en la madrugada del 24 rugen los
primeros tanques rusos por las calles de Budapest. El legendario Paul Lendvai,
entonces un joven periodista en la agencia MTI, se topa con un T-34 en la
puerta de su casa. «Cuando vi el tanque ruso comprendí que ya no era una
revuelta contra la dictadura. Era un levantamiento nacional».
El poder comunista colapsó, los insurgentes se armaron en
cuarteles y comisarías y los combates con los rusos y las fuerzas leales al
régimen se extendieron por toda la ciudad. Cines y galerías, bloques de viviendas,
cafés y museos se convirtieron en trincheras, la ciudad se llenó de barricadas.
Se sacó a Imre Nagy de su arresto domiciliario y ya el 24 era nuevo jefe de
Gobierno del movimiento nacional, se dictó una amnistía y anunció la
reactivación de los partidos políticos. Matanzas como la muerte de cientos de
manifestantes a tiros de las fuerzas soviéticas ante el Parlamento no
debilitaron la voluntad del ejército de civiles improvisado y dirigido por
militares y policías. En medio de cruentas batallas en la ciudad, Nagy
anunciaba la salida de Hungría del Pacto de Varsovia y la proclamación de una
neutralidad como la lograda por Austria. Y pronunciaba aquel dramático
llamamiento a las potencias aliadas a no dejar solo al pueblo húngaro. Solo
respondió el silencio. El 4 de noviembre llegaban a Budapest masivos refuerzos
soviéticos desde la URSS y de forma implacable imponían la lógica militar y
después la represión y búsqueda de insurgentes. Nagy y sus colaboradores
huyeron a la Embajada yugoslava, que creía amiga. Hoy se sabe que Tito colaboró
con Moscú en la crisis. Nagy fue entregado, ejecutado dos años después y
enterrado en una fosa sin nombre, como Rajk en su día. Y volvieron las
tinieblas de la dictadura. Pero nada volvería a ser como antes. Y en 1989 una
multitud mayor aún que la que honró a Rajk en 1956 se reunió para enterrar con
nombre y honores a Imre Nagy. Y ante el féretro y casi un millón de personas,
un joven pidió la salida inmediata de las tropas soviéticas de Hungría. Y
aquella vez sí sucedió, los rusos se fueron. Aquel joven era Viktor Orban, un
líder húngaro ya de otra época. Pero que también habría y habrá de dar que
hablar.
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