NUESTRO ÚLTIMO REFUGIO
Por
HERMANN TERTSCH
ABC Viernes, 10.11.17
Sin verdades ni certezas, solo la ley nos salva de nosotros
mismos
TANTAS décadas llevamos todos en Occidente bajo el bombardeo
incesante del mensaje de que la verdad es tan inexistente como Dios que nos
sentimos culpables en cuanto defendemos la mínima certeza. El desprestigio de
la fe se ha extendido y generalizado tanto que ha convertido la convicción en
enemiga de la reputación intelectual y política. Apenas quedan bastiones de defensa
de convicciones, despreciados por la indolencia general, por la liviandad, por
la ignorancia distraída. Desaparecen los límites y todo imperativo moral. No
quedan diques religiosos, filosóficos ni morales que contengan, encaucen y den
forma al pensamiento y la conducta de grupos e individuos. Todo ha quedado
anegado por un discurso sentimental ya no amorfo sino líquido, que ha asimilado
toda inteligencia y verdad en el debate público como una gran riada de lodo que
convierte el jardín en barrizal primero y desierto después.
¿Todo? No todo, porque no viviríamos con una seguridad, un
bienestar y una libertad que, aunque siempre amenazados, convierten a Occidente
en un mundo de privilegio al que desde todo el planeta se quiere acceder. Somos
un paraíso enfermo. Pero un paraíso. Lo que nos salva aún en este colapso del
pensamiento y de la razón es solo la ley, el derecho como último orden aún
realmente vigente. Es la ley que heredamos de unos romanos que por cierto se
quejaban de lo mucho que tardaron en imponerla en este rincón del imperio que
llamaron Hispania. Lo lograron. A sangre y fuego. En todo el mundo antiguo hubo
orden en la sociedad y en las mentes. Y el ser humano fue así capaz de gestas
excelsas. Desde entonces han cambiado muchas cosas pero nunca el principio de
que las leyes son el dique contra la arbitrariedad, el abuso, la tiranía y el
caos. Ahora el lodo que anega el discurso político e intelectual amenaza con
engullir al imperio de la ley, terriblemente imperfecto, pero nuestro último refugio.
Esta sociedad líquida sin anclajes ni certezas ni
referencias incuestionables amenaza desparramarse con cualquier sobresalto o
movimiento brusco. El siglo XX ha avisado con sus conductas atroces. Tenemos el
calendario cuajado de fechas que los evocan. Es tan casual como parte de una
lógica siniestra que las matanzas de Paracuellos comenzaran en 1936 el día que
se conmemoraba el triunfo de la Revolución Bolchevique de 1917, el 6 de
noviembre. Como resulta un guiño histórico que el 9 de noviembre, ayer, se
conmemore uno de los triunfos supremos de las ansias de libertad del hombre, la
caída del muro de Berlín en 1989. Y también uno de los actos colectivos de
mayor vesania de la humanidad, la Noche de los Cristales Rotos, la
Reichskristallnacht, en 1938. El pueblo capaz de lo peor y lo mejor. El origen
del cataclismo está allá en la inmensa hecatombe humana de la Primera Guerra
Mundial, en la que muere el orden, desaparece Dios y se consuma el
endiosamiento de la masa. Ahora, siete décadas después del Holocausto, cien
años después del triunfo bolchevique y de cien millones de asesinados por el
comunismo, no debe asustarnos ni el fanatismo de compatriotas que llevan a
lactantes a hacer barricadas a la autopista. Ni las turbas violentas de
estudiantes que en Barcelona maldicen su propia historia. Ni siquiera la vileza
y mentira procaz que la debilidad intelectual y moral imprime a nuestros medios
de comunicación de masas. Debemos temer con horror que la falta de integridad
de nuestros gobernantes y la debilidad de nuestra sociedad sin más convicción
que la arrogancia de la masa acabe más pronto que tarde con nuestras leyes. Por
conveniencia o por pura cobardía. Entonces estaremos perdidos.
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