The Unending Gift

lunes, julio 08, 2013

DE FRENTE ANTE LA HISTORIA

Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes, 21.06.13

El comunismo avanzaba. Jamás retrocedía. Aquello era verdad aceptada también en Occidente

EL siglo XX ha sido el más voraz e insaciable devorador de víctimas del odio y del crimen de todos los tiempos. Con las primeras guerras totales de la historia y sus cumbres únicas de crueldad y horror en el exterminio. Ha sido un gran triturador de vidas. Y prestidigitador de biografías. Millones y millones de biografías quebradas en los infiernos de la guerra a muerte entre las ideas. Y los supervivientes. Hombres y mujeres que, muchas veces de forma milagrosa y contra todo pronóstico, lograron prolongar su propia biografía, aunque zarandeada por sucesos históricos fuera de su control. Algunos supieron después estar a la altura cuando el momento lo exigió. De frente ante la historia. Cumpliendo así su deuda con quienes no sobrevivieron. Así habrán entendido otros conmigo la vida de Gyula Horn, una biografía inverosímil. Porque Horn fue un funcionario comunista que llegaría a gran político y más allá, a gran estadista en conquista y defensa de la libertad. En una de esas grandes y fascinantes trayectorias que dio la vieja Mitteleuropa en el virulento siglo XX.

Cuando terminó sus estudios en la URSS, acababa de morir Stalin. Él emprendía sus primeros pasos como funcionario con su ingreso en el partido. Dos años más tarde, un levantamiento popular puso al borde del colapso al régimen. Pero Horn no se desvió y cuando entraron los tanques soviéticos y Janos Kadar asumió la jefatura, el joven funcionario apoyo la represión desde los «pufajkas», unos grupos de apoyo a las tropas rusas. Y prosiguió su lento ascenso por el aparato de un régimen comunista que, recuérdenlo, era «un nivel superior y por ello irreversible de desarrollo humano». El comunismo avanzaba. Jamás retrocedía. Aquello era verdad aceptada también en Occidente. Conocí a Horn en 1986. Era secretario de Estado. Ya estaba Gorbachov en el Kremlin. Y tenía dos entusiastas seguidores en Budapest, uno imprudente, Imre Pozsgay, y otro prudente, Gyula Horn. Era ágil, inteligente y decidido como ningún otro. Horn ya había llegado por entonces a la convicción —me lo diría años más tarde también Wojciech Jaruzelski— de que el régimen era irreparable y debía ser liquidado. Nadie sabía cómo hacer aquello sin guerra. No había precedentes. Horn sabía que había planes para la represión. Y maduros. En aquellos años buscó complicidades. Las tuvo fuertes en Polonia. En la RDA, Checoslovaquia y Rumanía no tenía sino enemigos. La crisis se agudizaba en todos estos países. Los nervios se disparaban. El 11 de junio de 1989, los tanques del Ejército chino aplastaron el movimiento estudiantil en la plaza Tiannamen. Ese era el modelo que querían aplicar Berlín, Praga y Bucarest.

Horn sabía que había que crear hechos consumados para impedir que los involucionistas imitaran a los chinos. Así el 29 de junio, en un acto solemne e histórico, convocó al ministro de Exteriores austriaco, Alois Mock, y juntos cortaron ante la prensa mundial el alambre de espino en la frontera común. Aquel fue el mensaje. Comenzó el éxodo de los alemanes orientales hacia Hungría. El telón de acero ya tenía un agujero. Todo el Este se puso en ebullición. Y la revolución se hizo imparable. Un año después no existía ninguno de aquellos regímenes. Más tarde Horn fue primer ministro. Ganó con mayoría absoluta en 1994, pero incluyó en el Gobierno a los liberales, perdedores, para hacer las primeras grandes reformas en Hungría. Pero el momento por el que siempre será recordado este gran hombre que ha sido Gyula Horn fue cuando burló al peor legado de la historia europea del siglo XX, rompió el muro de la cárcel europea desde dentro y dejó que se inundara de libertad.


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