The Unending Gift

lunes, julio 08, 2013

DIQUE AL DESASTRE

Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes, 05.07.13

Fueron muchos los muertos, pero el Ejército aceptó no sólo los resultados, sino los pasos dados por Mursi

MUCHÍSIMOS se pretenden ahora escandalizados por lo sucedido en Egipto en las pasadas 48 horas. Y seguro que algunos lo están de verdad. Pero lo cierto es que deberían haberse escandalizado antes por todo lo sucedido desde que el ahora depuesto presidente Mursi fue electo. A nadie le gustan hoy en día los golpes de Estado. Y desde luego no al Ejército de Egipto. No sólo porque están muy mal vistos. Hoy en día nadie puede ya hacer golpismo como antes, para quitar al anterior, llegar al poder y quedarse.

Los militares golpistas hasta los «años setenta» del pasado siglo pretendían en gran medida suplir indefinidamente al poder civil. En Birmania dieron un golpe en 1964 cuyo lema, rigurosamente cumplido, venía a ser, como en tantos otros, «Quítense que nos ponemos nosotros». Y durante medio siglo y hasta hace muy poco ni se han planteado nada que no fuera ejercer ese poder con implacable plenitud. Hasta el más indignado de los Hermanos Musulmanes seguidores de Morsi o el más feroz de los salafistas sabe que el Ejército no ha actuado para usurpar indefinidamente el poder de gobernar Egipto. Y todos son conscientes de que el Ejército egipcio se negó a intervenir cuando se decidía la suerte de la dictadura de Hosni Mubarak, un compañero de armas. Y volvió a negarse cuando gran parte de la sociedad reaccionó indignada ante las primeras maniobras anticonstitucionales del presidente Mursi para imponer, trampeando, la supremacía islamista en todas las instituciones.

De esto hace un año. Fueron muchos los muertos, pero el Ejército aceptó no sólo los resultados, sino los pasos dados por Mursi, entre poco ortodoxos y abiertamente ilegales. Tiene mucho que ver con ello la naturaleza del Ejército egipcio y su vinculación con las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos. Washington está legalmente obligado a cortar las ayudas internacionales a cualquier país en el que triunfe un golpe de Estado. Todos intentan evitar que esto tenga ahora que cumplirse. De ahí la obsesión por rebatir el término de «golpe de Estado». La ayuda de cerca de 1.500 millones es vital para el país y para el Ejército.

Obama ha cumplido el trámite de lamentar el golpe y pedir que no se tomen medidas contra el presidente depuesto. Y ha exhortado a los militares a devolver el poder a autoridades civiles. Pero se ha cuidado de sugerir que se le devuelva al presidente derrocado. Lo cierto es que, en un año, Mursi, su Gobierno y sus intenciones han llevado a Egipto a la ruina, al desgobierno y al colapso de la seguridad. Hasta los más religiosos han comprobado que «la sharia no se puede comer», como dijo hace unas semanas El Baradei, el exfuncionario internacional y uno de los líderes de la oposición más ilustrada. Pero además, y es aquí donde surge el ejército como último dique ante el desastre, el enfrentamiento civil era inminente e imparable sin intervención militar. Y no era ni mucho menos un clima artificial creado por los militares con este pretexto de intervenir. Sino la clara cristalización de dos mitades profunda y esencialmente enfrentadas. La tragedia sangrienta en las calles no era una hipótesis ya, sino previsto programa. Por todo ello, esta intervención militar tiene un inmenso significado para toda la región y el futuro de la llamada Primavera Árabe. La señal que parte ahora de Egipto, el líder natural del mundo árabe, es que en democracia todos tienen que respetar las reglas. También los islamistas. Que no cabe la perversión de llegar con la democracia al poder para abolirla. Si cunde este mensaje tan fuerte y el islamismo político entiende sus límites, esta salida de los cuarteles en Egipto podría ser una entrada en razón. Y una bendición.


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