EL SEVERO REDENTOR
Por HERMANN TERTSCHABC Viernes, 20.09.13
Reich-Ranicki es
de los últimos que vivieron los años en los que aún se podía haber parado el
hundimiento moral del pueblo alemán en el delirio nacionalista
SIEMPRE le
parecería extraño que le dejaran terminar el Bachillerato en Berlín cuando ya
regían, desde hacía más de tres años, las «leyes de Núremberg» que hacían de
los judíos seres inferiores. No le extrañó que, pese a que le dijeron que lo
merecía, no le dieran el sobresaliente en lengua alemana. Tampoco era cuestión
de excederse en la generosidad, es decir, en la justicia, con el niño judío.
Eso habría sido reconocer que había superado a todos los compañeros arios en el
dominio y conocimiento de la lengua de la raza del superhombre. Contaba
Reich-Ranicki que incluso de aquellos años en que Hitler ya había llegado al
poder recordaba con inmenso placer los momentos en que más feliz había sido. Y
que prácticamente todos se habían dado en los teatros berlineses, especialmente
en el Schauspielhaus del Mercado de la Gendarmería. Su infancia berlinesa, tan
magníficamente evocada en su libro «Mi vida», es un vademécum de la alta
cultura de la República de Weimar. Aquella que habría de extinguirse de forma
lenta. Se percibía por la escalonada desaparición de las carteleras de actores
y autores judíos, de todo lo ajeno al espíritu ario.
Marcel
Reich-Ranicki, que murió el miércoles en Fráncfort a los 93 años, ha sido uno
de los últimos en poder contarnos aquella terrible experiencia de muchos judíos
en la Alemania definitivamente lanzada por la deriva nacionalista hacia el
poder total del nacionalsocialismo. Esa fue una experiencia común de muchos.
Sin embargo, Reich-Ranicki tuvo la experiencia única posterior del retorno
inaudito desde el paisaje del horror y de la muerte al escenario de su
infancia. Para lograr un inmenso triunfo en el país de los verdugos de sus
padres.
El 27 de enero del
pasado año, aún hablaba ante el Parlamento alemán. En el Reichstag que él había
visto arder. En la conmemoración del Holocausto, Reich-Ranicki evocó su paso
por el gueto de Varsovia, a toda su familia gaseada e incinerada en Auschwitz y
su propia vida milagrosa. Porque allí estaba él, en el Reichstag de Berlín,
recibiendo el homenaje de los representantes de todo el pueblo alemán, aquel
pequeño judío deportado en 1938, con sus mejores notas en lengua alemana. Allí
estaba el niño perseguido y expulsado, predestinado a los hornos, convertido no
sólo en el crítico literario más importante jamás habido en Alemania, sino
también en autoridad máxima cultural y referencia moral. Definitivamente, el
niño judío había vencido a Hitler. Pero además había triunfado con su decisiva
aportación a la redención y re-civilización alemana.
Reich-Ranicki es de los últimos
que vivieron los años de la deriva, los años en los que aún se podía haber
parado el hundimiento moral del pueblo alemán en el delirio nacionalista. Él
sería expulsado en 1938, año en el que, en la noche del 9 de noviembre pronto
se cumplirán los 75 años, se produjo el primer acto masivo de brutalidad
popular, la noche de los cristales rotos (Reichskristallnacht).
Es un momento de inflexión en el que el régimen nazi fuerza definitivamente la
complicidad del pueblo en el crimen. Hasta entonces habría sido posible haber
parado aquel proceso demencial y a todas luces amoral de Hitler y su partido.
Su carácter criminal estaba confirmado desde 1934, con sus leyes de Núremberg y
la matanza de Erich Röhm y sus secuaces de las SA. Aquellos cuatro años en los
que las elites alemanas no actuaron, por indolencia o cobardía, contra la
sinrazón y la brutalidad, sellaron el hundimiento de Alemania en la barbarie y
la destrucción. El mal no atajado los devoró a todos, como advertía el niño
judío ya convertido en institución alemana.
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