KAI Y SU GUERRA CONTRA EL MURO
Por HERMANN TERTSCHEnviado Especial a Berlín
ABC Jueves, 06.11.14
Kai Fischer quiso huir de Alemania del Este desde que a los
quince años se dio cuenta de que vivía en una inmensa cárcel
«Ahora
algunos dicen que Alemania del Este tenía sus ventajas. Yo sé bien que fue un
infierno»
H. TERTSCH
Kai Fischer, junto a la puerta de la antigua
salida «legal» de Alemania del Este que pocos podían utilizar
Aún ve la
división, aún percibe la Alemania comunista en la que nació y, aunque venció en
su guerra contra el Muro antes de que este cayera, será de los que no lo
olvidarán nunca mientras vivan. Kai Fischer es hoy un curtido empresario de
eventos, asesor del Senado (gobierno) de Berlín, que ha vivido entre Las Vegas,
Londres, Montecarlo y otros centros del entretenimiento del mundo y
representado a artistas de primer nivel. Pero cuyo mayor éxito en la vida,
dice, es haber pasado su cumpleaños, el 14 de mayo del año 2000, en donde se
propuso cuando, en 1978, a los quince años, era un niño pionero en un país
comunista que era una inmensa cárcel. Entonces se juró que estaría en Nueva
York. Aquello no era ni siquiera un sueño, era una locura de aquel niño. Pero
cumplió.
Hijo de una familia
de la élite técnica de la RDA (la antigua Alemania del Este), Kai comenzó a
desafiar al régimen comunista casi sin saberlo. Escribió una carta a una prima
en Occidente en la que decía que quería irse de allí. La respuesta de la prima
fue interceptada por la Stasi. Primer aviso. Se negó a las clases militares en
el colegio. Segundo aviso. Cuando a los 18 años lo llaman a filas se declaró
objetor y entra en una escalada de arrestos, fugas, intentos de huida, hasta
acabar en la prisión militar de Schwedt, dos años en un temible campo de
trabajo. Después de ser liberado deambula por la RDA y pasa a Checoslovaquia.
Allí se cruzaron nuestros caminos.
Encuentro en Praga
Llevaba yo ya varios
días en Praga para cubrir la crisis de la embajada alemana federal, ocupada ya
por cientos de alemanes orientales que se negaban a volver a su país y exigían
emigrar a Occidente. Toda la Europa comunista se tambaleaba ya aquel verano. En
Praga el ambiente a principios de agosto era de alta tensión. Pasaba yo junto a
la embajada americana en el Palacio Schönborn en la Mala Strana cuando escuché
los gritos en alemán de un joven que salía de la legación desesperado. Como la
embajada alemana estaba llena y rodeada de policías, había entrado por sorpresa
en la americana y pidió asilo. Allí le dieron largas y tras varias horas le
convencieron de que abandonara la legación con una mera carta en la que recomendaban
le acogieran en la embajada alemana.
Odisea
Un ridículo papel
para quitárselo de encima, del que se habrían reído los policías checoslovacos
que, al verlo, se acercaban a él para detenerlo. Entonces aceleré yo el paso,
me adelanté, le cogí por el brazo y me lo llevé. Los policías no lo impidieron.
En la calle Jan Neruda le metí en una cervecería. Después lo llevé a mí hotel,
Las Tres Avestruces, junto al puente de Carlos. Durmió un día en mi coche y
otro en casa de una amiga, antes de que le metiéramos en un autobús para Kosice
en Eslovaquia oriental.
De allí cruzó por
monte a Hungría donde fue detenido. Pero llevado a Budapest, el Gobierno
húngaro ya se preparaba para abrir sus fronteras a Occidente. Semanas más tarde
una larga caravana de alemanes llega a Viena y Kai Fischer le dice a la
corresponsal del Frankurter Allgemeine, Jacqueline Henard, una frase que es
titular: «Voy a ver a mi amigo en el Sacher», la dirección que yo le había dado
en Viena.
Yo estaba en algún otro país viendo agonizar a otro régimen
comunista. Retomamos contacto años después. Ayer, sentados en el histórico
Ganimed –junto al Berliner Ensemble de Bertolt Brecht–, Kai Fischer confiesa su
satisfacción porque el 9 de noviembre cuando cayó el Muro, él ya lo había vencido.
Y lo recuerda todo. «Ahora dicen algunos que aquel país que ya no existe tenía
sus ventajas. Pero yo sé bien que fue un infierno».
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