LA GALA DE LA TELE
Por HERMANN TERTSCHABC Viernes, 02.01.15
Estas lacerantes noches de espectáculo televisivo son un perfecto baremo en el que medir nuestra autoestima
«QUIEN quiera buen gusto que apague la tele». Es una
razonable respuesta a las quejas que todos los años llegan sobre la zafiedad,
el encanallamiento y la cacofonía de los programas de fin de año. Y no es el
aparato, como se pudiera pensar al zapear de cadena en cadena, viendo que todos
eran un sofrito de sudor con ajo, rasos y lentejuela, tatuajes y cariñitos, y
tetas nuevas y caras viejas y todo untado por playbaqueadas catetas. El aparato
se redime siempre que le dejan y unas horas después enfocaba la serena grandeza
de Zubin Mehta desde el Musikverein en Viena. Puntual en esa cita con el
recordatorio de la importancia de las formas, del amor al rigor, a la calidad y
a la belleza, pero también de la necesidad de un muy asumible aseado. La
matinal de Viena como intruso adalid del orden y concierto en un mundo de ruido
y mugre. Cierto que no tiene sentido hacerse ilusión de encontrar una
programación que responda a otra cosa que lo que los fabricantes de espectáculo
del baratillo intuyen son gusto y moda de consumo mayoritarios. Y está claro
que los responsables de estas programaciones tienen una pésima opinión de la
sociedad española. Y lo que ofrece la pública, por no hablar ya de la sentina
estética de las dos grandes del duopolio, produce menos disgusto que pena,
menos irritación que vergüenza ajena, menos decepción que frustración. El día
en que toda la nación ve la televisión es un día propicio para intentar
entender cómo se entiende esta nación. O cómo la entienden al menos los que le
suministran lo que debiera ser un alimento cultural de fácil consumo para la
noche más compartida. Y que no pasa de ser un pienso indigesto de cursilería y
feísmo, cutre tontería, pringue sentimental y guiño a la entrepierna, que acaba
oliendo a harina de pescado y pies.
Al final, estas lacerantes noches de espectáculo televisivo,
esas galas de tele, en los días más señalados del año, son un perfecto baremo
en el que medir nuestra autoestima. Es lo que hay. Un país maltratado y
estafado por aquellos a los que consideró más listos y avanzados en los
«valores» a la moda, el consenso y el éxito. En los productos que nos sirven en
pantalla queda claro lo poco que nos respetamos. En la quincalla de personajes
y personajillos que quieren hacer chistes siempre a costa de alguien que no sea
ese público risible y ridículo que deglutimos estos subproductos. De país
pobre, desordenado, desestructurado, menesteroso. Ridícula sociedad que siempre
se adula y nunca se respeta. Quienes permitimos que los asesinos de nuestros
compatriotas paguen por cada muerte menos que por una infracción de tráfico, no
podemos quejarnos de que un tal Mota, cuyas tristes gracias no arrancan risas
ni a una hiena, imite y ridiculice a nuestro jefe de Estado y a su mujer.
Cuando el jefe de Estado, nuestro Rey, tiene que poner la bandera nacional bien
lejos y escondida durante la mayor parte de su discurso anual, sea porque no le
parece moderna a los asesores de la Reina, sea porque no pega en aquella
decoración de recepción de dentista de extrarradio, los españoles también
podemos aguantar perfectamente el día de Nochevieja en todas las televisiones
un ambientazo de club de carretera. Cuando los partidos políticos son incapaces
de ofrecer una opción de solvencia y dignidad, legalidad y cohesión nacional y
la alternativa más poderosa son unos siniestros mercenarios de regímenes
extranjeros criminales y siniestras ideologías fracasadas, es que los
españoles, individual y colectivamente, no nos exigimos ya apenas nada. Nada lo
explica mejor que la gala de tele.
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