MERKEL Y LA TIRANÍA SENTIMENTAL
Por HERMANN
TERTSCH
ABC Martes, 06.10.15
La crisis de la inmigración es la prueba suprema de la vida
política de la canciller alemana
LAS noticias no son
tranquilizadoras para la canciller Angela Merkel. En un mes, su popularidad ha
caído nueve puntos en el sondeo de la televisión alemana ZDF. Por supuesto que,
con el 54%, goza de un apoyo que haría feliz a cualquier gobernante en el
ecuador de la legislatura. De la tercera en que preside el gobierno de la
primera potencia europea que es Alemania. Pero también es cierto que ella nunca
experimentó una caída similar. Y confirma lo que ya es una certeza: la crisis
de la inmigración es la prueba suprema de la vida política de la canciller
alemana. El puesto que ocupe finalmente en la historia dependerá de cómo se
resuelva la inmensa apuesta que asumió al abrir las puertas de Alemania a la
oleada de refugiados.
Ayer tratábamos en
ABC sobre las transformaciones de Alemania desde su unificación en 1871 con
Otto von Bismarck hasta su liderazgo europeo un cuarto de siglo después de la
reunificación de 1989. De sus páginas tenebrosas y de sus glorias. Siempre
presente el idealismo alemán como fuente inagotable de energías para la
creación y la superación, pero también como trampa moral cuajada de peligros. A
finales del verano Merkel impuso la decisión de acoger a todos los refugiados
que pidieran asilo. Y de ignorar así los procedimientos de registro y
permanencia en el primer país de acogida. Así desató desde Alemania un formidable
terremoto político que sacude a toda Europa y que tendrá profundos y dramáticos
efectos en todo el continente. Nadie sabe qué situación se habría creado de
haber liderado la canciller otra actitud más cauta, recelosa u hostil hacia los
inmigrantes. Quizás hubiera sido explosiva y trágica. Quizás no. Quizás hubiera
transmitido algún tipo de mensaje disuasorio a los millones en muchas regiones
del mundo que se plantean por mil razones abandonar sus países. En todo caso,
la decisión de Merkel y su forma de anunciarla y ejecutarla generó un inmenso
incentivo para la «larga marcha a Europa». Que lanzó un mensaje al mundo que
hacía creer a todos los que huyeran de algo que eran bienvenidos en Alemania.
Allí se produjo un fenómeno preocupante con una reacción histérica de una
opinión pública agitada por los medios de comunicación en un movimiento de
bondad infinita decidido a dar lección al mundo. Que apenas disimulaba sus
reflejos redentores. Con los objetivos más nobles, se dirá, que son los de
acoger al necesitado y dar de comer al hambriento. Pero con efectos
sospechosos. Como la intransigencia y la rabia colectiva contra quien expresara
reparos a esa apertura general de fronteras.
El buenismo
ternurista con el inmigrante descalifica con implacable dureza al discrepante.
Otra vez el odio a la razón. La tiranía del sentimiento. Contra quienes
advertían contra una generosidad por encima de las posibilidades. Sin saber
para cuántos y en la certeza de que llega un inmenso cuerpo extraño. «Nosotros
lo lograremos», dijo Merkel, en otra de esas frases para reflexionar. Otra vez
los alemanes se consideran capaces de retos para titanes. Sin considerar los
riesgos propios y de los vecinos. Semanas más tarde cruzan las fronteras hacia
Alemania hasta 10.000 refugiados diarios. A ese ritmo saquen cuentas. Son
mayoría los países europeos que se niegan a participar en la aventura de
Merkel. Pero también en Alemania se hacen oír ya por encima de esa especie de
totalitarismo samaritano las voces de alarma que urgen a frenar ese flujo. Los
presupuestos colapsan. Los ayuntamientos requisan casas para acoger a
refugiados y destruyen los entornos de convivencia. El precio político se
dispara. Y Europa y Alemania podrían ver cómo, en momentos de máxima zozobra
internacional y necesidad, la única figura sólida sucumbe ante una avalancha de
buenas intenciones.
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