LOS CONSEJOS DE HELMUT SCHMIDT
Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes,
13.11.15
Estos días de luto por Schmidt revelan así también el
prestigio real del mando, de la jefatura, de la autoridad
LOS alemanes siempre
han mostrado gratitud a sus cancilleres a la hora del adiós. Desde Konrad
Adenauer hasta Willy Brandt todos han recibido los honores, el homenaje y la
constatación del respeto de una sociedad nada sectaria en momentos capitales
para la nación. Pero la despedida a Helmut Schmidt ha tenido probablemente una
emoción añadida y especial. Que no se puede achacar por entero al hecho de
haber tenido algunos dones envidiables como son una larguísima vida en
espectacular lucidez, una privilegiada elocuencia hasta casi momentos antes de
morir y, a través de prensa y televisión, un contacto ininterrumpido con la
sociedad alemana a lo largo de estos 33 años que han transcurrido desde que
dejó la Cancillería. En las muestras de afecto y gratitud en los medios
alemanes translucía algo inhabitual hoy en una sociedad tan desmilitarizada
–por motivos obvios– como es la alemana desde 1945: la despedida al comandante
en jefe. Si con la muerte de Adenauer se iba el padre de la patria, o con
Brandt el valiente innovador, con Schmidt se va el capitán que, con su gorra hanseática
de Hamburgo, capeó los peores temporales y dirigió las batallas más
sangrientas. Siempre asumió todo el riesgo y la plena responsabilidad de
decisiones muchas veces no entendidas en un principio por los alemanes. Pero su
carácter y firme personalidad, su solidez de criterio y cultura, su inmunidad
al ataque y la crítica personal y su sano desprecio a los miedos gregarios de
sus compatriotas le hacían poco vulnerable a los vaivenes y modas políticas.
Estos días de luto
por Schmidt revelan así también el prestigio real del mando, de la jefatura, de
la autoridad. Porque, lejos del líder carismático, Schmidt fue un jefe
operativo, un comandante en jefe, antes de llegar a la categoría de instancia
intelectual y sobre todo al final de patriarca. Fue jefe contra las
terroríficas inundaciones de temporales marítimos en Hamburgo en 1962, con más
de 350 muertos, como contra el terrorismo que sembró de muertos sus dos
legislaturas antes de ser derrotado a sangre y fuego. Contra las dos crisis
brutales del petróleo durante su mandato. Y contra los engaños y las amenazas
de la Unión Soviética que, con su rearme nuclear en la década de los setenta,
hizo su último gran esfuerzo por intentar doblegar a la obediencia a Europa
occidental. Si no lo consiguió Moscú fue porque Helmut Schmidt hizo, pese a
masivas resistencias de la sociedad alemana, lo que tenía que hacer: dar el
visto bueno al despliegue de misiles nucleares de corto y medio alcance por
toda Alemania, para contrarrestar a los soviéticos previamente instalados.
¡Cuánto griterío pacifista y llamamientos hipócritas a una negociación que
preservara la ventaja soviética hubo de soportar de unos movimientos en parte
ilusos, en parte financiados desde el otro lado del Muro! ¡Cuántas voces le
recomendaron en nombre de la tolerancia, la democracia y la paz que cediera,
apaciguara al contrario, aceptara hechos consumados y no respondiera, porque
provocaba escaladas que empeorarían las cosas! Si Mariano Rajoy fuera
aficionado a la lectura no tendría hoy nada mejor que leer que las memorias y
escritos de quien sabía que todos podían confundir debilidad con tolerancia
salvo el enemigo y él. Y que le asistían la razón de la defensa de la libertad
y la democracia para no ceder ni un milímetro en el peor momento ante quien solo
obtiene la victoria con la destrucción de lo que él había jurado defender.
Solía decir que era característica hanseática la convicción de que «la
responsabilidad propia ante uno mismo no es delegable. La responsabilidad por
lo que haces y por lo que omites hacer».
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