DULCE LEGADO DEL SUICIDIO APLAZADO
Por HERMANN TERTSCHABC Viernes, 01.04.16
«Sin destino», la gran novela del niño György Köves, es
parte destacada de la mejor literatura que se ha escrito sobre la Shoah
«HA sido inútil,
agotador, pero muy bonito». Con esta frase resumía en sus diarios Imre
Kertész aquella su primera visita a España en 2001, creo recordar que invitado
por el inolvidable Jaume Vallcorba y su editorial Acantilado. Le presenté yo en
una Residencia de Estudiantes en Madrid en la que nadie intuía que allí estaba,
en aquel afable viejo judío húngaro de suaves maneras, el premio Nobel de
Literatura del año siguiente. «Inútil, agotador y muy bonito» fue para él aquel
viaje a España en el que tuvo que repetir hasta el agotamiento ciertos mensajes
ante interlocutores que poco o nada sabían de él, de su vida, su suerte, su
literatura. Le pasaría en otros de los muchos viajes que emprendió por el mundo
después de que, tras la caída del Telón de Acero, comenzaran sus libros a
leerse y apreciarse por un público más amplio. «Sin destino», terminada en
1963, no fue publicada hasta 1975 porque a los comunista húngaros tampoco les
gustaba mucho hablar de campos de concentración ni antisemitismo, no fueran a
evocar los propios. Kertész recordaba que a él los nazis le habían matado a
los padres, y los comunistas, a los abuelos. Y con su mucho y fino humor decía
que la diferencia entre ambos era que «los nazis son el diablo vestido de
diablo y los comunistas son el diablo vestido de dios».
«Sin destino», la
gran novela del niño György Köves, es, con las obras que seguirían –«Fiasco» o
el «Kaddish por un niño no nacido»–, parte destacada de la mejor literatura que
se ha escrito sobre la «zona y momento cero» de la humanidad que es la Shoah.
Kertész nunca se cansó de explicar lo inexplicable, en una labor literaria en
la que incorpora a la memoria propia al lector y hace ver Auschwitz por dentro.
Allí llegó a los 14 años y, gracias a que entendió que debía decir que tenía
dos más, se salvó de la marcha directa al crematorio. Kertész va más allá. Ha
sido el Primo Levi que se aferró a «la literatura que pospone el suicidio». Y
así él pudo aguantar y en permanente aplazamiento de la muerte que le estaba
adjudicada a los 14, llegar a los 86 años, en que muere como uno de los últimos
grandes testigos y narradores desde el epicentro metafísico de la historia. «A
mí no me llevaron a Auschwitz para que ganara el premio Nobel, sino para
matarme». Indagó por los abismos del horror, sin los sentimentalismos que tanto
denostaba y le hacían decir pestes sobre Steven Spielberg y su «Lista de
Schindler». El bien le parecía un glorioso milagro mucho más inexplicable que
el mal. La maldad la presenta en su apoteosis de Auschwitz sin demonización
alguna. Esta se nutre, dice, para él de decisiones y conductas racionales. Y de
unas condiciones generales que existían antes de Auschwitz y siguen existiendo.
Ese mal está vigente y presente. Y nadie puede excluir que repita su apoteosis.
Frente a ese Mal está el individuo como juguete cuyo destino no existe. Pero
con la redención en un bien que es profundamente irracional. Todo acto de
generosidad en el campo de exterminio es un hecho irracional que reduce la
propia capacidad de supervivencia. Y sin embargo, se produce. Una y otra vez.
Esos actos de entrega y bondad en el horror, el Bien en su máxima expresión,
son el irracional misterio que Kertész convierte en el monumento a la
humanidad. Ese es el milagro que, pese a la realidad del abismo del horror del
mundo, pese a las certezas terribles, pese a las necesidades angustiosas y pese
a toda lógica y razón, hace posible la esperanza.
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