EL GENERAL SONRIENTE
Por HERMANN TERTSCH
ABC Jueves, 23.11.17
«Menos mal, pensé que tenía que fusilarte por rechazar mi
rakija domachna (orujo casero)», le dijo a un periodista que había dudado un
instante en beberse el aguardiente que le ofrecía.
Así era Ratko Mladic en el cénit de su poder, cuando en el
corazón de la Krajina en Knin en 1991 se preparaba para expulsar a los croatas
de la Herzegovina en la primera gran operación de limpieza étnica de la guerra
yugoslava. Acababa de ser ascendido a general por el único que mandaba, el
presidente Slobodan Milosevic, el que iba a ser el líder de la Gran Serbia.
Era Mladic bromista y campechano, emocional e implacable,
simpático y brutal. Inmensamente popular en la tropa, un ídolo de sus oficiales
y una leyenda para sus soldados. Se divertía con las aventuras de matar
«árabes», como llamaba a sus compatriotas musulmanes.
Nació en Bozanovizi, en el monte Jahorina, a unos 25
kilómetros de Sarajevo, en un ambiente de brutalidad y odio, en plena ocupación
de aquella parte de Bosnia, anexionada por la Croacia hitleriana de Ante
Pavelic.
A su padre lo asesinaron antes de terminar la guerra. Él
solía decir que decenas de familiares suyos habían sido masacrados por
musulmanes pronazis. Primero de su promoción, muy fuerte físicamente, brillante
y con gran memoria, siempre tuvo una personalidad expansiva. Como muchos
militares, ferviente titoísta, al romperse Yugoslavia enfocó toda su rabia al
fervor nacionalista y odio a Occidente, a los «árabes» y a los croatas como
eslavos germanizados.
Mató sin mala conciencia siempre. Acusado de crímenes de
guerra en 1996, no fue detenido hasta 2011. Iba armado, pero no ofreció
resistencia.
Su peor castigo fue el suicidio de su hija Ana, que se pegó
un tiro en 1994 con la pistola favorita del padre tras haber leído verdades
sobre él. Dicen que aquello lo quebró. Ahora le queda poco, salvo el recuerdo a
esta triste figura que fue el demonio que aterrorizó los Balcanes.
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