LA CONSPIRACIÓN DE CHARTWELL
Por HERMANN TERTSCHABC Miércoles, 05.02.14
«En una cinta hecha pública ahora por el FBI, Guy Burguess,
uno de los célebres espías de Cambridge, evoca un emocionante encuentro con
Winston Churchill. Fue en los meses en que Londres se debatía entre el temor a
la guerra y la esperanza alimentada por
ESTAMOS en el gran
año de las efemérides. El 28 de junio se cumplen cien años del magnicidio de
Sarajevo, detonante de la Primera Guerra Mundial. Y el 1 de septiembre se
cumplen tres cuartos de siglo del comienzo de la Segunda Guerra Mundial en
1939. Muchos historiadores consideran esta mera continuación de la Primera. Con
nuevo reparto de cartas, más y mejores armas y la irrupción brutal de las
ideologías. Las masas estaban lanzadas a la frenética búsqueda de una salvación
en las religiones laicas de adoración a un caudillo, a una clase, a una nación.
Con fuerza imparable habían surgido las ideologías redentoras, el comunismo y
el nazismo o fascismo. Enemigas pero similares, sus dos grandes caudillos
tenían mucho en común. Hitler y Stalin eran dos dictadores osados, con vocación
de trascendencia, rebosantes de brutal energía y ambición. Frente a ellos
parecían enanos los políticos de las democracias, débiles, mediocres y
vulnerables. El pacifismo se convirtió así en fiebre de las masas en las
democracias que desesperaban por aplacar a las fieras totalitarias. Así lo
dieron todo por la paz. Y todo lo perdieron. Paz, dignidad e integridad
incluidas. El 30 de septiembre Chamberlain se había bajado de su avión en el
aeródromo de Heston procedente de Múnich, blandiendo feliz una hoja de papel
con la firma de Hitler. Aquella noche, ante Downing Street, proclamó aquello de
«Peace for our time» (paz para nuestro tiempo). Aquella escena y aquella frase
son celebérrimas y paradigma del autoengaño. Mucho menos conocido es el
encuentro extraordinario que se produjo al día siguiente. Dos hombres, que
serían después polos opuestos en la historia británica y europea del siglo XX,
compartían penas y miedos y se conjuraban en contra de la claudicación de las
democracias frente a la barbarie totalitaria. Disponemos, gracias a los
archivos del FBI, de una cinta con la narración de aquel encuentro del 1 de
octubre de 1938 hecha por uno de ellos en Washington quince años después en
1951. Es una pequeña joya que nos llega por el túnel del tiempo. Y nos habla de
aquel 1 de octubre en que la sociedad británica se levantó pletórica de
felicidad. Chamberlain había vuelto de Múnich con la prueba de que las
concesiones de Londres y París a Hitler habían surtido efecto. No habría
guerra, decían. La paz asegurada, repetían todos. ¿Todos? No todos. Un joven
periodista de la BBC llamado Guy Burguess estaba muy deprimido. Que el nazismo
hitleriano hubiera cosechado otro triunfo al serle entregada Checoslovaquia,
meses después de haber anexionado Austria, no le parecía garantía de paz, sino
de guerra. Y tuvo el impulso de llamar a un viejo político del que sabía que
compartía su pesar. Era el viejo Winston Churchill. A sus 62 años, se hacía
entonces cada vez más evidente para todos que su brillante carrera política
había acabado. Sin poder ninguno en Londres, sin partido que le apoyara,
aislado en Westminster y evitado por muchos en la City por su «radicalismo»,
parecía definitivamente un hombre del pasado. Muy abatido por las noticias de
Múnich, se había refugiado en su casa de campo de Chartwell, en Kent. Sin
visitas ni ganas de trabajar, recibió con gusto la llamada del joven al que
había visto alguna vez en algún acto social en Londres. Brillante en Cambridge,
miembro del club Pitt y del círculo secreto de los Apóstoles, Burguess era un
joven prometedor en la BBC. Y Churchill tenía además ganas de quejarse. Pensaba
que la BBC le ninguneaba. Y que la radio pública había tomado partido por el
entusiasmo pactista del Gobierno de Chamberlain. Por todo ello, invitó al joven
Burguess a pasar el día en el campo para hablar de la desgracia de Múnich.
Muchos han imaginado aquel encuentro fascinante entre el mayor ídolo y quizás
el peor villano en el imaginario colectivo británico del siglo XX. Se ha escrito
alguna novela y hasta obra de teatro sobre ello. Pero ha sido ahora, en enero
de 2014, cuando por primera vez se publica la breve cinta. Burguess cuenta que
Churchill le había recibido muy deprimido, lamentando que lo único que podía
hacer ya por su patria, ante una guerra segura, era entregarle como combatiente
a su hijo Randolph. Que su impotencia era total. Burguess animó al viejo león
abatido a utilizar su inmensa elocuencia. A batirse con ella para convencer a
los británicos de que claudicar ante Hitler era cobardía, pero además una
trampa mortal. Pasaron muchas horas juntos de conversación, comida y bebida
estos inmensos bebedores. A la tarde, Churchill despidió a Burguess junto al
coche en que emprendía regreso a Londres. Y le regaló un libro dedicado. Era
«Arms and the covenant» («Armas y el pacto»), que contiene discursos suyos en
los que advertía sobre la guerra. Dijo Burguess que creía que su visita había
animado a Churchill. Un año más tarde aquel anciano abatido se erigió en líder
de un pueblo, del que erradicó toda intención de apaciguamiento. Y, convertido
en un ejército, lo llevó a la guerra y a una victoria que se hacía imposible.
Churchill no podía ni imaginar entonces quién y qué era aquel joven. Sí lo
sospechaba el FBI once años más tarde. Guy Burguess grababa al parecer
voluntariamente la declaración. Por la voz, aparenta estar relajado. No podía
estarlo. Semanas después huía a Moscú con otro británico al servicio del
espionaje soviético, Donald Maclean. Años más tarde les seguiría Kim Philby. Y
décadas después se destaparía al último topo de los cinco de Cambridge, que era
Anthony Blunt. Todos ellos habían sido reclutados en Cambridge para el
Comintern por el espía judío austriaco Arnold Deutsch.
Lo cierto es que
aquel sábado 1 de octubre de 1938 hubo pleno acuerdo en lo que muchos
calificarían como el encuentro entre el mejor y el peor británico del siglo XX.
Churchill y Burguess –el gran líder de una guerra heroica, premio Nobel,
estadista y personalidad histórica aclamada en todo el mundo; y el espía y
traidor, alcohólico y depredador homosexual, que murió marginado y despreciado
en Moscú– eran aquel día la minoría más diminuta y aislada del Reino Unido. En
aquella improvisada conspiración de Chartwell, en su desesperada resistencia a
la política de concesiones al totalitarismo nazi. Y tenían razón. El
apaciguamiento fue claudicación. Y solo alimento del totalitarismo. Aquella paz
a toda costa era falsa. Una lección para siempre que los europeos –no digamos
los españoles– se niegan a aprender. La historia sería redonda, de acabar así.
Pero el traidor no lo habría sido del todo si no hubiera seguido a Stalin en su
posterior Pacto con Hitler, que llegaría diez meses después. Y así Burguess dio
un gran salto más hacia la infamia. Eso ya sería el 1 de septiembre hace 75
años. Justo cuando su anfitrión de aquel día inolvidable, Winston Churchill,
emprendía, con la Batalla de Inglaterra su senda hacia la gloria.

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