DE GRATITUD Y BUENA FE EN ESPAÑA
Por HERMANN TERTSCHABC Lunes, 02.06.14
Los desafíos
El nuevo Rey tendrá que afrontar una transición no menos
amenazada por totalitarismos y violencia
El Rey Juan Carlos I ha abdicado. Con esta decisión real se
cierra un capítulo extraordinario en la larga historia de España. Han sido 39
años de Monarquía Parlamentaria en la que los españoles han vivido unidos, en
paz y en libertad. Nunca había sucedido. Y nada predeterminaba entonces, en
aquella precariedad de noviembre de 1975, que así fuera. Demasiados miedos,
angustias y sobre todo odios internos había acumulado el pueblo español durante
todo el siglo XX, por no mencionar el XIX, para que nadie pudiera atreverse a
garantizar que el célebre “cainismo” no iba a rebrotar. Que los españoles no
volverían a los ajustes de cuentas, a la goyesca riña a garrotazos. No fue así.
El Rey recién llegado supo sentir mejor que nadie la necesidad y el espíritu,
pero también las posibilidades del momento. Cierto que tuvo el Monarca mucha
suerte. Como todos nosotros. Por una vez suerte española en una encrucijada
histórica en ese siglo pasado jalonado de maldiciones. Porque el joven Rey supo
rodearse de quienes solo tenían buena fe y mejor consejo para la Monarquía y su
gran proyecto de reconciliación nacional en una democracia. Ahí está para
recordarlo la fotografía de Torcuato Fernández Miranda, junto a otra de los
Príncipes de Asturias, en el despacho del Rey, en la imagen que capta el
instante hoy en que éste entrega al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el
recién firmado documento de abdicación. Mucho se ha escrito, con motivo de la
muerte del otro gran protagonista, Adolfo Suárez, sobre aquellos años
sorprendentes de los españoles en permanente esfuerzo por entenderse los unos a
los otros. Porque cierto que siempre hubo, como tiene que haber, ambiciones,
tensiones y traiciones. Pero quienes vivimos aquella época lejana sabemos que
sí se produjo entonces una insólita oleada de buena fe en España. El director
de aquella orquesta que se esforzaba por limar desconfianzas, por hacer olvidar
afrentas, por mitigar enconos y, sobre todo, por impedir que odios pasados
volvieran a dinamitar presente y futuro, fue siempre su Majestad, el Rey.
Casi cuarenta años después, España es otra en muchos
sentidos. Probablemente en demasiados. Todos los grandes estados europeos han
cambiado. En España, sin embargo, ha entrado en crisis existencial. Fueron
muchos los años de desarrollo y, pese a todos los problemas lógicos de un país
de la Europa meridional pobre, de legítimo orgullo compartido por todos los
avances y el progreso tan manifiesto en todo el país. Pero hace tiempo ya
surgieron los terribles efectos de nuestros pecados originales en aquella
transición política. Uno ha sido la peste corrosiva de la corrupción. El otro
el del separatismo. Los nacionalismos habían recibido un trato de especial
deferencia como ciertas fuerzas de izquierda y los sindicatos, en un esfuerzo
del Estado por lavar una mala conciencia de los políticos procedentes del
anterior régimen. Y la mala conciencia de la dictadura se convirtió en el
germen de las principales enfermedades que habrían de asaltar a nuestra
democracia. Y que hoy la tienen permanentemente desestabilizada. La ley
electoral y el trato a las minorías nacionalistas como socio en el papel de
partido bisagra para los dos grandes partidos impuso un ritmo de transferencias
a las autonomías y vaciado del Estado central que nos ha traído adonde estamos.
Porque la buena fe de la transición tuvo como respuesta de los nacionalismos
una deslealtad que muchas veces es bajeza en sus ansias por dañar a la nación
española, su lengua y su Estado común. Muchos sarcasmos han tenido que sufrir
los que han manifestado por todo ello su temor por la unidad de España. Hoy ya
nadie duda de que está abiertamente amenazada en una deriva suicida de los
nacionalismos por la independencia y una pasividad continuada del Estado
central que ha quedado prácticamente ausente en ciertas regiones españolas. La
abierta complicidad del pasado Gobierno socialista con todos los sectores nacionalistas,
desde ETA hasta CiU pasando por ERC, dinamitó los últimos anclajes de respeto a
la legalidad del Estado nacional. Cataluña se comporta ya como un Estado
independiente para todo menos para financiarse.
Nos dicen que la abdicación del Rey ha sido preparado todos
estos meses. En todo caso habrá influido en esta decisión y su momento el temor
a que, en estos momentos de humores tan inestables, después de las próximas
elecciones las mayorías parlamentarias o los nuevos liderazgos radicalizados en
algunos partidos, hicieran más problemático el traspaso de la Jefatura del
Estado a Felipe VI. “Una nueva generación reclama con justa causa el papel
protagonista”, ha dicho el Rey. Ya lo tiene su hijo. Felipe VI se tendrá que
enfrentar, nada más llegar al trono, con el desafío separatista catalán. Y
probablemente otro en el País Vasco, si no se pone freno a este delirio.
Reimponer el imperio de la ley, no el transigir ante el chantaje, debiera ser
la única opción. Porque el desafío separatista lo es también contra la
democracia. Porque los procesos nacionalistas desvelan cada vez más su carácter
totalitario. Como lo tienen las nuevas opciones de izquierda que el hundimiento
del PSOE trae consigo. Veremos cómo puede Felipe VI relanzar el espíritu de una
nueva transición para que todos los españoles vuelvan a estar protegidos por la
Constitución española. No tendrá mucha ayuda desde unos partidos actuales faltos de
liderazgo, debilitados y mediocres. Acosados por fuerzas radicales,
embrutecidas y nutridas de unas generaciones crecidas sin respeto a España ni a
las instituciones. Así las cosas, el nuevo Rey tendrá que afrontar una
transición no menos amenazada por totalitarismos y violencia que la de su
padre. Su ventaja respecto al punto de partida de su padre es que el marco
legal previo existe y permite la transición sin fisuras. Y que sin duda una
inmensa mayoría de los españoles quiere un futuro en paz, unidad y concordia
democrática. La desventaja que ha de afrontar es que la España de la buena fe
de la transición y la reconciliación no existe. Ha tenido demasiados enemigos.
Y no suficientes defensores. Difícil tarea por tanto. Solo desearle que cuando
concluya su reinado se haya merecido la gratitud de tantos españoles como somos
los que se la debemos a su padre.
0 comment(s):
Post a comment
<< Home