DE GRATITUD Y BUENA FE EN ESPAÑA
Por HERMANN TERTSCHABC Martes, 03.06.14
El Rey Juan Carlos I ha abdicado. Se cierra un capítulo
extraordinario en la larga historia de España. Han sido 39 años de Monarquía
Parlamentaria en la que los españoles han vivido unidos, en paz y en libertad.
Algo extraordinario. Libres y sin matarse entre ellos. Nunca había sucedido. Y
nada predeterminaba entonces, en aquella precariedad de noviembre de 1975, que
así fuera. Demasiados miedos, angustias y sobre todo odios internos había
acumulado el pueblo español durante todo el siglo XX, por no mencionar el XIX,
para que nadie pudiera atreverse a garantizar que el célebre “cainismo” no iba
a rebrotar. Que los españoles no volverían a los ajustes de cuentas, a la
goyesca riña a garrotazos.
El Rey recién llegado supo sentir mejor que nadie la
necesidad y el espíritu, pero también las posibilidades del momento. Cierto que
tuvo el Monarca mucha suerte. Como todos nosotros. Por una vez suerte española
en una encrucijada histórica en ese siglo pasado jalonado de maldiciones.
Porque el joven Rey supo rodearse de quienes solo tenían buena fe y mejor
consejo para la Monarquía y su gran proyecto de reconciliación nacional en una
democracia. Mucho se ha escrito, con motivo de la muerte del otro gran
protagonista, Adolfo Suárez, sobre aquellos años sorprendentes de los españoles
en permanente esfuerzo por entenderse los unos a los otros. Porque siempre hubo
ambiciones, tensiones y traiciones. Pero quienes vivimos aquella época lejana
sabemos que sí se produjo entonces un insólito tsunami de buena fe en España.
El director de orquesta que se esforzaba por coordinar las corrientes, limar
desconfianzas, hacer olvidar afrentas, mitigar enconos y, sobre todo, impedir
que odios pasados volvieran a dinamitar presente y futuro, fue siempre su
Majestad, el Rey.
Corrupción y separatismo
Casi cuarenta años después, España es otra en muchos
sentidos. En demasiados. Hace tiempo ya surgieron los terribles efectos de
nuestros pecados originales en aquella transición política. Dos son los peores:
la peste de la corrupción y el cólera del separatismo. Los nacionalismos habían
recibido un trato de especial deferencia como ciertas fuerzas de izquierda y
los sindicatos, en un esfuerzo del Estado por lavar una mala conciencia de los
políticos procedentes del anterior régimen. Y la mala conciencia de la
dictadura se convirtió en el germen de las principales enfermedades que habrían
de asaltar a nuestra democracia. La ley electoral y el papel de partido
nacionalista bisagra impusieron un ritmo de transferencias a las autonomías y
vaciado del Estado central que nos ha traído adonde estamos. La buena fe de la
transición tuvo como respuesta de los nacionalismos una deslealtad furiosa por
causar daño a España. Las advertencias fueron desoídas y ridiculizadas. Hoy ya
nadie duda de que España, su unidad, está abiertamente amenazada en una deriva
suicida de los nacionalismos por la independencia y una pasividad continuada
del Estado central, hoy prácticamente ausente en ciertas regiones españolas. La
abierta complicidad del pasado Gobierno socialista con todos los sectores
nacionalistas, desde ETA hasta CiU pasando por ERC, dinamitó los últimos
anclajes de respeto a la legalidad del Estado nacional. Cataluña se comporta ya
como un Estado independiente para todo menos para financiarse.
“Una nueva generación reclama con justa causa el papel
protagonista”, ha dicho el Rey. Ahora ya tiene su hijo ese protagonismo. Felipe
VI se tendrá que enfrentar, nada más llegar al trono, con el desafío
separatista catalán. Y probablemente con otro en el País Vasco, si no se pone
freno a este delirio. El desafío separatista es ya también un acoso contra la
legalidad y democracia de todo el Estado. A ellos se une ahora como amenaza la
radicalización de la izquierda en toda España que el hundimiento del PSOE trae
consigo. Veremos cómo puede Felipe VI relanzar el espíritu de una nueva
transición para que todos los españoles vuelvan a sentirse protegidos por la
Constitución española y la vigencia de las leyes haya sido restablecida en todo
el territorio.
Una nueva transición
Toda la ayuda que tiene procede de unos partidos faltos de
liderazgo, debilitados y mediocres. Acosados por fuerzas radicales,
embrutecidas y nutridas de unas generaciones crecidas en el culto a la
transgresión y sin respeto a España ni a las instituciones. Así las cosas, el
nuevo Rey tendrá que afrontar una transición no menos amenazada por
totalitarismos y violencia que la de su padre. Su ventaja respecto al punto de
partida de Juan Carlos en 1975 está en que el marco legal previo existe. Su
desventaja está en que la España de la buena fe de la transición y la
reconciliación no existe. Ha tenido demasiados enemigos. Y no suficientes
defensores. Solo cabe desearle mucha suerte y que cuando acabe su reinado pueda
gozar de la profunda e inamovible gratitud que profesamos a su padre quienes
bien sabemos que hay hombres, muy imperfectos, que pueden ser bendición de la
historia.
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