PUTIN SEGÚN BRODSKY
Por HERMANN
TERTSCH
ABC Martes, 08.05.18
Putin tiene el pulso firme en un país sin pulso
CONTABA el judío ruso Joseph Brodsky, un coloso en el pensar
sobre el hombre y el poder, que «la duración media de una tiranía que se precie
es de un decenio y medio, dos decenios como mucho. Cuando dura más se convierte
sin excepción en una monstruosidad». Dos decenios lleva Vladímir Putin al
frente del Kremlin y de todas las Rusias. Ayer inauguró su cuarto mandato con
una fiesta de 6.000 personas y unas imágenes por los pasillos del Kremlin en
las que solo le faltan ya la corona y la gran capa de armiño. Las recientes
elecciones que ganó de calle frente a nadie con un 70% de los votos –ayer tenía
un 82% de popularidad– lo catapultan hasta el año 2024. Según Brodsky,
«monstruosidad avanzada». Tiene pinta de ir a más. Para entonces Putin tendrá
72 años y, visto su rozagante y deportivo aspecto, solo un revés del destino
podría apartarlo de llegar a esa edad con una excelente salud.
El gran Brodsky abandonó su Leningrado natal para irse en la
Guerra Fría a dar inolvidables clases y escribir en Nueva York, donde moriría
sin cumplir los 57 años. Antes de la irresistible ascensión de Putin, advertía
sobre las ventajas de que el tirano tuviera mala salud. «Tal vez la enfermedad
y la muerte sean las únicas cosas que un tirano tiene en común con sus
súbditos. Solo en ese sentido una nación se beneficia de ser gobernada por un
anciano. (…) El tiempo que pasa un tirano pensando en su metabolismo es tiempo
sustraído a los asuntos de Estado». Putin piensa en su metabolismo. Pero
también en sus asuntos de Estado, básicamente la preservación de dicho poder. Y
lo ha hecho con tanta eficacia como mantenerse en forma. Sugerían los analistas
que en 2024 Putin buscará heredero. Improbable. En 2024 se fiará de los demás
tanto como hoy, nada. La mayoría de los rusos no le cuestionan convencidos en
su resignación y pesimismo histórico de que Rusia no puede tener nada mejor que
lo que tiene. Aún recuerdan el caos bajo Boris Yeltsin. Sin colapso improbable,
no hay oposición posible.
En los veinte años de Putin se impuso orden. A lo bestia.
Pero orden al fin. Y sin embargo, el bienestar apenas ha mejorado fuera de las
ciudades rusas occidentales. Se ha generado en torno al núcleo presidencial
chekista una casta de oligarcas milmillonarios afectos al poder. Los desafectos
están exiliados o muertos. Se ha reafirmado una estructura de cuadros
privilegiados en los servicios secretos, en la policía, milicia y ejército que
gozan de financiación y trato especiales. Se ha mostrado músculo fuera de sus
fronteras, ha anexionado Crimea, un capricho carísimo, ha entrado en Siria, un
chorreo prohibitivo que las ventas de armas aún no compensan y ha entrado en
guerra fría con Occidente, un desafío insoportable por las sanciones. Es cierto
que ha puesto freno a la importación descontrolada del cretinismo neomarxista
occidental de la corrección política y otras conductas socialmente suicidas.
Algo de razón tienen los ideólogos de Putin cuando dicen que
todo lo malo incluido el marxismo y el comunismo les llegó de Occidente. Pero
ahora han parado lo malo y lo bueno. En total falta de libertad y reinando la
brutalidad del más fuerte y la arbitrariedad del poder, el progreso de la
sociedad rusa se hace imposible. Por eso ciertas derechas e izquierdas en
Europa deberían rechazar la absurda tentación de ver a Putin como una solución.
Porque es un camino sin salida. Nada lo explica mejor que el hecho de que tras
20 años de Putin, en su brutal desigualdad, los rusos viven de exportar
materias primas. Como los países del Tercer Mundo. Como Burkina Faso, pero como
potencia nuclear.
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