UNA CUESTIÓN ALEMANA
Por HERMANN TERTSCHABC Domingo, 18.05.14
«El día 22 de mayo comienza la Cumbre Económica de San
Petersburgo, la feria de vanidades políticas, financieras y empresariales
considerada el "Davos ruso", una criatura de Putin. Merkel no
acudirá, lógicamente»
NICOLÁS AZNAREZ
¿ CÓMO fue posible? Ha sido esta pregunta el mayor y más
trágico reproche moral que jamás se ha hecho a una sociedad. Ha sido sin duda
la pregunta suprema a una comunidad humana. De tan profundo calado histórico
que entra en lo metafísico. Nos acompaña desde 1945. Cuando ya todo el mundo
supo lo que había sucedido en la Europa ocupada por Alemania. ¿Cómo fue posible
que seres humanos civilizados, de una de las grandes naciones de cultura por
todos respetada, fueran capaces de concebir y ejecutar aquellos crímenes apenas
imaginables? Se ha buscado respuesta a la hoy incomprensible aceptación
internacional de aquel régimen nacionalsocialista dirigido por Adolf Hitler.
Escandaliza hoy la contribución entusiasta de todos los países del mundo al inmenso
éxito que para Hitler supusieron los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Que se
celebraron dos años después de la aprobación de las Leyes de Nuremberg que
despojaban a los judíos de todos los derechos de ciudadanía. Todavía no se
enviaba a los judíos a campos de exterminio en vagones de ganado. Pero el Reich
les negaba ya la dignidad de persona. Hasta el estallido de la guerra, la mayor
parte de la Comunidad Internacional mantuvo sus relaciones diplomáticas y
comerciales con Berlín. Aunque anexionara Austria y los Sudetes. Aunque el 9 de
noviembre de 1938 en la Reichskristallnacht (la noche de los cristales rotos)
organizara Alemania el primer pogromo oficial de la era moderna. Era difícil
encontrar a alguien que quisiera pagar el precio de no vender y no comprar a
Alemania. Con lo buena pagadora que era. Nadie quería imponer sanciones. Lo
importante era dialogar, se decía. Lo decían las empresas de todo el mundo que
participaban en el milagro alemán. Lo decían los cosmopolitas liberales que
elogiaban el orden y el progreso en las calles de Berlín o Múnich tras el
desorden y el caos de la República de Weimar. Y lo decían los gobiernos que
apostaban por aplacar a Hitler con concesiones, convencidos de que habría de
saciarse. Todos se equivocaron. Y no porque Hitler ocultara sus intenciones y
sus exigencias insaciables. «Denn heute gehört uns Deutschland, und morgen die
ganze Welt» (Porque hoy nos pertenece Alemania y mañana el mundo entero) cantan
los niños de las Juventudes Hitlerianas (HJ) en la cervecería en la escena
inolvidable de la película «Cabaret» de Bob Fosse. Frente a esta reafirmación
de la propia fuerza y ambición, las democracias se escondían en su esfuerzo por
minimizar daños. En su desesperada huida ante el conflicto, en busca de migajas
de paz de la benevolencia del tirano. Aquello acabó como acabó: con el humo de
las chimeneas oscureciendo el cielo y cubriendo los campos del continente con
cenizas humanas. De ahí que la pregunta ¿Cómo fue posible? es la piedra angular
de la conciencia democrática civilizada moderna. Que debe estar en permanente
alerta de acuerdo con el mandato de aquella frase de Theodor Adorno: «Wehret
den Anfängen» (Combatid sus comienzos). Hay que combatir al monstruo
totalitario en su estado embrionario. Después es tarde. La Rusia de Putin no es
la Alemania de Hitler. Pero sus actos se van pareciendo.
Toda la Comunidad
Internacional fue culpable de aquel terrible error moral y político. Pero fue
Alemania quien cargó, por lógica, con el peso de la trágica historia y del crimen
colosal que de aquel error surgió. La responsabilidad y obligación histórica es
por ello total para con la primera víctima, el pueblo judío. Y por ello con el
Estado de Israel. Pero también es inmenso su deber, y se olvida con frecuencia,
hacia las naciones de Europa central y oriental. Porque Alemania convirtió su
tierra en un infierno durante la guerra. Y porque, debido a aquella contienda
infernal, todos ellos sufrieron después otros cuarenta años de bárbara
dictadura comunista. Tiene razón el presidente de Polonia, Bronislaw
Komorowski, cuando advierte con severidad a Berlín de la gravísima
irresponsabilidad en que incurre con su débil y ambigua postura ante las
tropelías de Vladimir Putin contra el derecho internacional, contra sus
vecinos, contra la paz en la región y los derechos humanos. Aún está fresca la
tinta del pacto de los ministros Joachim von Ribbentropp y Viacheslav Molotov
de agosto de 1939. Aunque mucha Europa sea hoy una sociedad infantilizada, cada
vez más desarraigada culturalmente, frívola, vacua y materialista hasta la
náusea y solo atenta a la nómina, al fútbol y a Conchita Wurst, hay otra parte
de Europa que sabe lo que vale la libertad, lo fácil que es perderla, lo inútil
que es llorarla y la sangre que cuesta conquistarla. Y toda Europa central y
oriental tiene derecho a exigir a Alemania su especial implicación en la
defensa de los derechos de estas naciones a elegir su propio camino en libertad
y al abrigo de las amenazas del totalitarismo. Por eso resulta insufrible la impresión
de que, una vez más, Berlín y Moscú negocian y pactan su bien común por encima
de la suerte y los derechos de sus vecinos. Es lo que parece, vista la falta
de diligencia del Gobierno de Angela Merkel en liderar el establecimiento real
de sanciones a Rusia. Como su falta de energía para hacer frente a los grupos
de presión alemanes que intentan dejar las sanciones en farsa.
El día 22 de mayo comienza la Cumbre Económica de San
Petersburgo, la feria de vanidades políticas, financieras y empresariales
considerada el «Davos ruso», una criatura de Putin. Merkel no acudirá,
lógicamente. Otros políticos con vergüenza tampoco. Pero no hay ni una gran
empresa alemana que haya cancelado su asistencia. Como una mayoría de alemanes,
las empresas parecen coincidir en que sus intereses son los de Putin. Habrá
tiempo de hablar del peligro que alberga la sempiterna tentación neutralista
alemana, ese eterno vaivén del alma germana entre oeste y este, entre países de
frontera y países de horizonte, el eterno dilema entre la razón y el
sentimiento, que subyace a las simpatías por Vladimir Putin. Hoy se trata de la
responsabilidad especial concreta que Alemania tiene con una Europa oriental
cuya seguridad depende de su firmeza. A quienes debe millones de muertos y muchos
millones de tristes vidas humanas sufridas y consumidas bajo la dictadura
comunista por culpa alemana. ¿Será posible que otra tiranía de nuevo tipo se
abata sobre Europa oriental con la complicidad de Alemania? Un cuarto de siglo
después de que Alemania lograra su reunificación gracias a la valentía de
Polonia. ¿Traicionará Alemania, una vez más, a Polonia, cuyo territorio queda
bajo permanente amenaza si Rusia arrolla y devora Ucrania?
Una de las páginas más vergonzosas habidas en la
política alemana en décadas la ha escrito el que fuera su canciller, Gerhard
Schröder. Todo el mundo quedó estupefacto cuando Schröder aceptó un altísimo
cargo en la industria petrolera rusa, tan solo días después de abandonar la
cancillería. Su Gobierno había sido el promotor del gasoducto por el mar del
Norte entre Rusia y Alemania que dejaba al margen a los países del este de
Europa. Schröder pasó a presidir la compañía explotadora. Desde entonces
defiende con vehemencia la política de Putin, en Osetia, en Abjasia, en Chechenia.
Contra la oposición, los homosexuales o los ucranianos. Hoy todo el mundo sabe
que es un empleado de Putin. Lo que no sabe nadie con seguridad es cuándo
comenzó a serlo. Alemania, es la cabeza de la UE. Por su pasado y por su
futuro, debe liderar el compromiso moral y político de la UE en esta crisis. La
cercanía geográfica a Rusia no puede ser una condena perpetua a la tiranía y a
la miseria. El Gobierno de Berlín tiene que dar claras señales de que no
permitirá la vergüenza de que Alemania, como nación y Estado, caiga al abismo
moral de cuyo fondo ya no podrá escapar el que fuera su canciller, Gerhard
Schröder.
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