SOBRE LA BONDAD OBLIGATORIA
Por HERMANN TERTSCHABC Martes, 08.09.15
Nadie dude de que existen beneficiarios de esta situación
«NADA hay más
apropiado para enseñar humildad a los filósofos y a los estadistas que la
historia de nuestra revolución, porque nunca hubo un acontecimiento mayor, en
más tiempo y mejor preparado y sin embargo menos previsto». Quien dijo esto al
final de sus días era un héroe de nuestra civilización, Alexis de Tocqueville.
Lo mismo pudo haber dicho un enemigo de nuestra civilización como era Lenin.
Probablemente escribiría alguna frase en este sentido. Los grandes terremotos
en la historia tienen en común el haber pillado desavisados a quienes estaban
encargados de preverlos y evitarlos. Por lo que sucede ahora en Europa bien
podría haber en el futuro alguien que se ría de la miopía y necedad de los
filósofos y estadistas –hoy serían los medios, los organismos internacionales y
los gobernantes a pulso demoscópico–, que no vieron nada de lo que se preparó
delante de todos ellos. Que su orden, su sistema, su régimen, su sociedad, su
mundo, estaban siendo minados y dinamitados después. Es evidente que el
torrente migratorio que ha comenzado a fluir hacia el corazón de Europa desde
África, Oriente Medio y Asia no responde a decisiones ni directrices de una
organización, un estado ni de un movimiento por amplio, agresivo y activo que
sea. Ni de un solo fanatismo. Se debe a muchos factores que van desde modas «no
future» de jóvenes acomodados africanos a los barriles de explosivo que suelta
el presidente Assad sobre una población civil que vive y muere aterrorizada en
madrigueras. Desde la guerra en Afganistán a la transformación de Libia en un
puerto para el tráfico de masas o la masiva ayuda de Moscú y Teherán al
matarife de Damasco. De los degollamientos en el Estado Islámico a la pobreza
en Kosovo o Paquistán y la omnipresente guerra entre sunitas y chiítas.
Estos conflictos
causan infinidad de muertes y desgracias en sus escenarios naturales. Pero
ahora han encontrado cauces para llegar aquí. Y nadie dude de que existen
beneficiarios de esta nueva situación más allá de los traficantes de seres
humanos. Todos los que quieran una Europa débil, dividida, abrumada por el
coste que supondrán las masas de inmigrantes. Y con una guerra cultural no ya
solo entre parte de los recién llegados, los inmigrantes de viejo cuño y los
nativos. También entre países europeos cuyas formas de afrontar la
transformación del continente serán radicalmente opuestas y hostiles. Que
Europa iba a cambiar profundamente estaba claro. Porque la decadencia de la
sociedad de la opulencia tiene fecha de caducidad. La incógnita está en
establecer si la invasión que Europa va a aceptar por necesidad, por confusión,
por debilidad y por mala conciencia, va a cambiar solo a la población y las
formas de vida. O también las formas políticas y filosóficas de entender la
convivencia. Y también, no se nos vaya a olvidar también a nosotros, el valor
de la libertad. Sí, la libertad, ese pequeño detalle del que, con tanta igualdad,
solidaridad, antirracismo y fraternidad compulsiva o impuesta, ya casi nadie
habla. Estamos ante un reto histórico inmenso. En eso coinciden todos. Y la
mayoría de «filósofos y estadistas» están tranquilos y convencidos de que la
nueva Europa funcionará igual que ese gran espacio de prosperidad y libertad
que ha sido. Algunos discrepan. Y ven cómo confirma sus temores un ridículo y
tiránico pensamiento único de la bondad obligatoria que descalifica y
criminaliza la discrepancia. Que hace de todos una masa dispuesta a abolir la
libertad. Como quien quita el cerdo del menú escolar, la cruz del escudo del
club, imágenes de mujeres poco cubiertas en las oficinas públicas. Para no
irritar al recién llegado. Y adoptamos así la primera de las peores de sus sórdidas
costumbres.
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