FERNANDO ALTUNA
Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes,
17.03.17
Se ha hecho todo por lograr que la sociedad olvide a las
víctimas
ESPAÑA puede doler por muchas razones. Por sus inmensas
posibilidades para ser tanto mejor de lo que es, una y otra vez desperdiciadas.
Por su pasada grandeza ignorada, su capacidad y talento despreciados, por lo
que podría ser fácil y amable y es imposible, áspero y agrio. Por todo lo bueno
que hay en las gentes a las que se destruye buena disposición y tantas veces la
buena fe, se mata la creatividad y agota la ilusión y el entusiasmo. Pero lo
peor es el desamor. Esa frialdad e indiferencia que ha ayudado ahora al
terrorismo a cobrarse una víctima más. Tiene razón Santiago González cuando
dice que Fernando Altuna es la víctima 859 de ETA. Hay una forma muy nuestra de
indiferencia ante el dolor ajeno. Radical, seca, abismal, cruel. Muy propia de
la sociedad española, que es mucho más homogénea que otras. Todo esto, pero
especialmente la crueldad de esa indiferencia, que tanto hizo sufrir a este
hombre bueno y sensible, me vino a la cabeza cuando recibí la nefasta noticia
por la llamada de un amigo común, Salvador Ulayar, hijo también de un asesinado
por ETA. Otro huérfano por la voluntad caprichosa de unos españoles que un día
decidieron que les convenía que muriera alguien. Así murieron muchos cientos de
padres, hermanos e hijos.
El padre de Salvador Ulayar fue asesinado en Echarri-Aranaz
en Navarra; el padre de Fernando Altuna, en Erenchun en Álava. A ambos los
mataron entre muchos, entre los que decidieron, los que vigilaron, los que
difamaron, los que avisaron y los que dispararon. Entre ellos, conocidos,
también vecinos, desde luego paisanos. La mayoría nunca ha pagado nada por lo
que hicieron. Los que por una causa u otra han cumplido cárcel han sido
homenajeados y celebrados por sus vecinos y gozan de libertad. Tanto Salvador
como Fernando han vivido muy íntimamente las ignominias que han sufrido en
España todas las víctimas del terrorismo casi desde el momento en que se convierten
en tales.
Basilio Altuna Fernández de Arroyabe fue asesinado el 6 de
septiembre de 1980 cuando su hijo Fernando tenía diez años. El Gobierno vasco
lo llamó, lo recordaba Fernando en una inmensa carta a su padre muerto,
«retratos de las vulneraciones del derecho a la vida en el caso vasco», eso era
su asesinato. En aquellos años se cerraban los sumarios a las pocas semanas.
Ahora que organizaciones de víctimas y una iniciativa de la Fundación
Villacisneros pretenden la reapertura de casos –algún éxito ya han tenido–
resulta terrorífico ver el desinterés por localizar a los autores. Todas las
víctimas han sufrido lo indecible con esa tortura añadida a la pérdida y la
vida rota que es saber que su desgracia fue un capricho criminal casi siempre
impune. Tortura añadida ha sido la indiferencia actual que un hombre
profundamente moral como Altuna no ha podido jamás entender ni soportar. El
menosprecio a las víctimas no ha sido ya el perverso reflejo ideológico en una
izquierda que siempre ha tenido a ETA por sus camaradas más o menos errados. El
desprecio y la indiferencia hacia las víctimas se convirtió en razón de Estado
cuando Mariano Rajoy aceptó la oculta colaboración con la llamada pacificación
acordada con ETA por Rodríguez Zapatero. Desde entonces se ha hecho todo por
lograr que la sociedad española olvide e ignore a las víctimas. Que son la
espina dorsal de la historia presente de la Nación. Molestan porque recuerdan a
los gobernantes su desprecio a lo esencial. A lo necesario para generar una
sociedad sana, firme y abierta para una Nación española fuerte y digna. Que no
una masa manipulable, disgregable, cobarde e ignorante. A nadie debe extrañar
por ello si alguien sensible como Fernando Altuna se harta de sufrir y se muere
de tristeza y de asco.
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